No debe faltar mucho para que el heavy comience a ser considerado «cool». Cualquier nuevo revival de los años 80 terminará por hacerlo salir de las catacumbas donde gran parte de los popes de las revistas musicales actuales lo han sepultado. Y bastará entonces una mera mención de Pitchfork a Ronnie James Dio o a los primeros y lejanos discos de Whitesnake o Saxon para que un gran número de consumidores lobotomizados se dediquen a escuchar las creaciones de estos u otros músicos. Algo que ya estarían haciendo si cualquiera de los prestigiosos periodistas indies hubieran certificado la calidad de estos artistas. Un hecho que tal vez ocurra antes o después pues, al fin y al cabo, en el mundo cada vez más esteriotipado que vivimos, el hard-rock se ha convertido hace tiempo ya en una isla musical pura. Un estilo que implica autenticidad en medio de las olas de plástico del pop contemporáneo. Siendo lógico que muchos de sus referentes terminen siendo reivindicados. Aunque deseo aclarar que no aludo en esta ocasión a indiscutibles como Black Sabbath o Led Zeppelin. No. Me refiero a capítulos más escondidos y secretos que sólo ciertos aficionados al género como yo lo fui antes de mi adolescencia, disfrutamos casi secretamente. Más que nada porque mencionar en público que los escuchamos habitual o esporádicamente puede generar cierto rechazo y en el mejor de los casos, indiferencia. Contribuyendo a desacreditarnos como «intelectuales» dado que no se encuentra previsto ni «permitido» por la «policía secreta literaria» -esa censora más eficaz que cualquier autoritarismo- que nos refiramos a ellos. En concreto, estoy pensando ahora en bandas como Cinderella o Alcatrazz. Conjuntos que me han hecho gozar de determinados momentos de placer como pocos de los genios del pop actual han logrado. Tal vez porque su pretensión era únicamente divertir, rockear y tenían claras sus limitaciones. Algo muy de agradecer en un mundo tan snob como el actual en el que los músicos no sólo deben esforzarse en la composición de nuevos discos sino, a su vez, en demostrar que se tiene una actitud «adecuada»: cínica y descreída. Despreocupada tanto de los fans como de la crítica y el medio social.
Razón por la que cuando deseo concentrarme en un texto y olvidarme del raquítico, anoréxico mundo contemporáneo, acostumbro a refugiarme en discos tan pegadizos y disfrutables como Dangerous games de Alcatrazz o Save your prayers de Waysted. Creaciones que me continúan embrujando como cuando era un niño. Haciéndome volar de una forma que muy pocos de los enquistados sonidos del, por ejemplo, último LP de Radiohead podrían hacer. Más que nada porque The king of the limbses una obra tan pretenciosa que prácticamente no me da espacio a que la desestime o aprecie. Es tan conscientemente experimental que apenas puedo disfrutar de sus melodías. Algo que es mucho más fácil de hacer con grupos como Alcatrazz o Angel que al centrarse únicamente en su trabajo y no tanto en las resonancias que éste pudiera tener, proporcionan libre albedrío total al oyente
Sí. Lógicamente aquellas entrañables bandas de hard-rock también tenían aspiraciones (en ocasiones, muy altas) y entre ellas había todo tipo de rivalidades. Pero precisamente, por tomarse en serio a sí mismas, querer hacernos reír con todo su corazón o aspirar a ser la banda sonora de nuestros escarceos amorosos durante la adolescencia, es que merece la pena rescatarlas hoy en día y empaparse de ellas. Pues, al fin y al cabo, la mayoría de aquellos grupos sólo exigían al oyente que tuviera fe en ellos. Que disfrutara sin aspirar a trascendencia alguna -aunque ya sé que los excesos sinfónicos de, por ejemplo, Deep Purple dijeran lo contrario-. Y, en el fondo, deseaban que el fan se reencontrara con ese Dionisos que llevamos dentro y la sociedad hiperracional y sofisticada posmoderna -a imagen de tantos de muchos de los sobrevaluados e intelectualizados grupos indie actuales-, ha intentado substraernos.
Cuando las relaciones se hacen etéreas y virtuales, el heavy metal contesta que deben hacerse carnales. Bajar a la tierra. Que es más valiente un grito de alegría que uno de tristeza. Cuando prima el individualismo, los seguidores de este movimiento optan por unirse en corros, fomentar el espíritu de tribu y recluirse en trincheras desde la que resistir el acecho de las tropas modernas. Y cuando se habla de tendencias, ellos hablan de eternidad. De riffs de guitarras que nunca morirán. Además, conforme se feminiza a los hombres y se masculiniza a los mujeres, ellos hacen gala de una sexualidad tradicional, abierta y frugal sin complejos ni recados moralizantes. Escriben letras sin segundas lecturas que no intentan manipular al oyente aunque sí emocionarlo. Motivo por el que no existe -al contrario que en los hits comerciales- perversidad en sus canciones y es tan gozoso escuchar semanalmente una ración de clásicos del metal que nos aleje durante unas horas de los totalitarios sonidos procedentes de las discotecas y los perturbadores mensajes procedentes del mundo de la publicidad.
Exactamente, el heavy metal es un estilo anti-depresivo que invita a los seres humanos a volver a disfrutar con sus cuerpos, fundirse con la naturaleza y bañarse en el mar sin tener que explicar qué se hace. Goce que esa gran maquinaria que nos desea melancólicos desde luego, no tolera ni permite, como demuestra el que haya substraído a este estilo del centro del debate musical de la época. Y, en parte, haya intentado suprimirlo. Algo que como saben los muchos seguidores de Ratt, Twisted Sister, Iron Maiden o Barón Rojo que aún quedan en pie, nunca conseguirá. Shalam
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