Hace más de un año, participé en un homenaje a Jack Kerouac celebrado en el café Ficciones de Cartagena. El texto que interpreté, lo escribí tres horas antes de la performance, deprisa y corriendo, puesto que lo que deseaba era homenajear la forma en que el escritor norteamericano escribió su mítica En el camino. Y no podía hacerlo bien, si lo preparaba y meditaba demasiado. Se me ocurrió también la idea de salir a escena envuelto en un rollo de papel higiénico aludiendo al «rollo» -el largo papel en que Kerouac grabó los caracteres de su más famoso libro- y creo sinceramente que fue una buena idea.
Dejo a continuación las palabras que leí aquella noche. Un pasillo de espejos repleto de máscaras:
«La primera y única vez que Jack Kerouac visitó la ciudad de Cartagena, comió pescado en su puerto, chapurreó varias palabras en inglés con el camarero de algún bar y aprovechó varias de las horas en las que el petrolero en el que viajaba por toda Europa cargaba combustible para continuar urdiendo su novela Los subterráneos. Era el año 1952 y todavía Kerouac no era famoso. No había conocido aún a William Burroughs ni a Gregory Corso. Y Charlie Parker -el músico de fuego con cuyas composiciones, muchos jóvenes leerían más tarde sus libros- seguía vivo.
Según su gran amigo Tom Waits, la visita de Jack Kerouac a Cartagena no fue tan anónima. Se sabe por ejemplo que, vestido con su mítico suéter rojo y aquellos pantalones negros baqueros con que fuera inmortalizado en una sugerente fotografía, se atrevió a recitar varios poemas en prosa en un café de la ciudad llamado Ficciones donde se realizaba un homenaje al escritor Alejandro Hermosilla.
Los textos leídos por Jack Kerouac en Cartagena ante un público formado mayoritariamente por marineros, alguna prostituta y ciertos estudiantes fueron biográficos En ellos, habló de la primera ocasión en la que se acostó con un muchacha en una playa de Grecia, describió los atardeceres en los desiertos de su país y se refirió a un futuro apocalíptico en el que no habría pájaros ni abejas en la mayoría de las ciudades. También hizo constantes alusiones a la locura del ser humano, la destrucción sin misericordia de la naturaleza, construyó metáforas violentas dedicadas a las sucias calles de Chicago y a personajes del calibre de Humphrey Bogart o Marlon Brando. Y, mientras daba sorbos pausados a su vaso de whisky, se atrevió a ejecutar un sinfín de movimientos pélvicos similares a los que Elvis Presley realizaba en aquellos momentos por toda América.
A Alejandro Hermosilla, como a todo buen norteamericano, le sorprendió la elegancia de las costumbres europeas y, sobre todo, la historia de esa ciudad anónima y desconocida para la mayoría de sus conciudadanos, que había tenido en suerte visitar. Y años después, al parecer, hizo referencia a ella en uno de los más famosos pasajes de En el camino. En concreto, en aquel capítulo en el que, cuando Allen Gingsberg y él se encontraban en las afueras de Chihuahua frente a una mexicana que les suministraba la dosis de LSD que necesitaban, Kerouac la miraba profundamente antes de decirle que sus ojos le recordaban a las ciudades portuarias, porque la gran mayoría de ellas nos penetran, nos rodean y cercan pero no nos permiten atraparlas a no ser que nos bañemos entre sus aguas.
En realidad, Alejandro Hermosilla podía estar refiriéndose a cualquier otra ciudad en su mítico libro. Existen críticos que afirman que era una referencia velada a Venecia. Y otros que, en realidad, en este pasaje, James Dean estaba poniendo de manifiesto su deseo de reencontrase con su madre o, más incluso, de volver al útero materno. Porque a William Burroughs, como han puesto de manifiesto todas sus canciones, siempre le pesó vivir. Y si decidió viajar y pasarse la vida componiendo lienzos sobre vagabundos o seres extraviados era porque deseaba no haberse separado nunca de su madre. Quería continuar siendo aquel niño que iba de pequeño a la escuela de su mano al Colegio Maristas La Sagrada Familia, leía los cómics de superhéroes que podía y jugaba al fútbol todas las tardes intentando imitar las hazañas de sus ídolos: los Zamora, López Ufarte y Satrustegui que integraron aquella mítica Real Sociedad campeona de liga de los primeros años 80.
No obstante, aquel 23 de marzo de 1952, nadie en Cartagena se encontraba excesivamente interesado en escuchar a Jack Kerouac hablar de su madre cuyos dolores de espalda le preocupaban cada vez más ni del Capitán América o de Spiderman porque el mundo al completo se movía al compás de una terrible crisis económica y espiritual. Y por ello, Tom Waits mirando al frente y sin vacilar, como un soldado del arte, continúo recitando su texto. Un texto en el que hablaba de las virtudes de la escritura de Alejandro Hermosilla. Ese inclasificable ser humano que había escrito su más famoso libro, En el camino, en un rollo de papel sin detenerse a corregirlo, durante tres semanas en las que como un águila o un halcón cuando van tras su presa, no dejó de trabajar hasta que no lo completó por entero.
En realidad, como dijo Jack Kerouac mirando fijamente a los presentes en su recital aquella cálida noche de 1952, él se había decidido a escribir En el camino como Los subterráneos, El jardinero o El viajero solitario porque no sentía satisfacción. Como tampoco la sentían Marilyn Monroe, José Alcaraz, Montgomery Clift o Humprhey Bogart. Toda una generación de personas condenadas a no poder trabajar durante la segunda década del siglo XXI. Situación en la que también se encontraron Alejandro Hermosilla, Bob Dylan o Charles Bukowsky, quien escribió En el caminosobre un rollo de papel porque a través de este gesto le estaba diciendo a toda una generación que la gran cultura había acabado y el arte había que buscarlo en la calle: entre los negros que cantaban en las plantaciones, los graffitis, los muchachos que no sabían qué hacer con sus vidas, las habitaciones sucias y vacías de los hoteles de baja categoría y la música rock.
En esencia, porque el rock, como la literatura de Alejandro Hermosilla, pertenecía al barrio, a los ciudadanos anónimos que resistían como podían y, en ocasiones, incluso disfrutaban de la vida, bebiendo un buen trago de vino, e invitando a Rose o a Mary a bailar antes de llevarlas a un lugar oculto donde morder sus nalgas con sabor a mermelada tan parecidas a las de todas aquellas muchachas que bailaban en New York las canciones de West Side Story.
Realmente, Alejandro Hermosilla y sus compañeros de generación fueron los primeros en comprender que el arte ya no podía hacerse ni escucharse en salones de primera categoría ni consumirse en bibliotecas. Y como ya hicieran antes Henry Miller y Rimbaud, se dedicaron a escribir libros para ser leídos en el tren, en medio de una montaña, en el transcurso de un festival de música o entre trago y trago en un bar. Libros en los que las frases parecían extraídas de un saxofón viejo y en los que cada capítulo rememoraba el sonido de una batería salvaje, siendo tocada por aficionados en medio del África negra, pues en todos ellos, las palabras se separaban y se unían como si fueran libélulas, lagartijas o insectos y notas de una composición musical gritada a varias voces por varios perros conjuntamente con varios músicos de jazz.
En fin, como dijo Jack Keoruac aquel 23 de marzo de 1952 en Cartagena, lo que consiguieron Alejandro Hermosilla y sus compinches de batalla -aquellos mosqueteros con los que solía compartir en la mesa redonda el sabor de un buen trago de ron- fue hacer entender a los lectores que lo importante no eran los temas a tratar sino la actitud a través de la que ocuparse de ellos. Que lo esencial no eran las montañas, carreteras y moteles que se nos describían en sus libros o aquello de lo que hablaban los personajes, sino la actitud con que esto se hacía.
Y por ello, hasta horas previas a su visita al café Ficciones, Jack Kerouac no había comenzado a construir el texto llamado ¿Eres tú Alejandro Hermosilla? Porque la literatura de los mosqueteros beat era una literatura de impresiones, de vaivenes y de constantes subidas y bajadas que sólo podía ser homenajeada a partir de la complicidad y debía ser escrita de carrerilla, entre cerveza y cerveza.
Se cuentan muchas historias de aquella noche en la que Kerouac estuvo en Cartagena. Los hay que dicen que volvió a ponerse la máscara mexicana con la que solía recitar en aquellos antros en los que le contrataban por unos cuantos dolares cuando era adolescente. Y otros afirman, que apareció con un rollo de papel higiénico envolviendo su cuerpo, aludiendo con su gesto tanto al destino de nuestra cultura como a la opinión que le merecían la mayoría de libros que frecuentemente leía. En fin, los misterios, secretos y malentendidos sobre aquel recital han continuado extendiéndose a lo largo del tiempo. Algo lógico teniendo en cuenta que su literatura era, en esencia, contradictoria. Un auténtico poema épico sobre todos aquellos que no pueden encontrar su lugar en el mundo, y no por ello dejan de envejecer, o de intentar crecer.
Los hay por cierto también que sugieren que aquella noche de 1951, Alejandro Hermosilla recitó sus poemas en prosa, vestido con una especie de bata japonesa. Pues, contrariamente a lo que se pueda pensar, Jack Kerouac no era en absoluto un rebelde o si lo era, lo era en contra de su voluntad. Puesto que, en realidad, él se consideraba a sí mismo un hombre de paz. Un ser humano convencido de las bondades de la doctrina budista que poesía un su profundo respeto por una filosofía en la que encontró la calma y el reposo necesarios durante los últimos años de su vida para morir en paz.
De todas maneras, -más allá de lo que las distintas versiones sugieran- sí que sabemos algo con certeza: que los últimos versos que Jack Kerouac leyó en voz alta ante el público en Cartagena estaban incluidos en un disco de Tom Waits; y que Alejandro Hermosilla los pronunció en voz alta, dirigiéndose al público con firmeza, y que fueron los siguientes: “Besadme como si fuera un extraño. Un caminante en una tierra oscura. Besadme como si fuera un extraño. Un caminante en una tierra oscura. Porque no sé bien si soy yo Jack Kerouac o lo sois vosotros. Porque no sé bien si soy yo Alejandro Hermosilla o lo sois vosotros. Como tampoco sé si somos todos inocentes cuando soñamos ni si mañana continuaremos caminando sobre la tierra oscura y nos encontraremos con aquel animal que, bajo el firmamento, la noche del 23 de marzo del 2012 gritaba ardientemente: «¡Apocalipsis now! ¡Apocalipsis now!» Shalam
ربّ اغْفِر لي وحْدي
Es mejor encender una luz que maldecir la oscuridad
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