No está siendo fácil urdir la segunda parte de la trilogía del horror, Ruido. Pero nadie dijo que fuera a serlo. Me apasionan los retos y, verdaderamente, construir un segundo libro que continuara a El jardinero pero al mismo tiempo lo desbordara y trascendiera, era realmente complicado. Si no fuera en cierto sentido tan ambicioso, creo que incluso podría estar poniéndole ahora el punto y final puesto que lo que llevaba trazado hasta primeros de agosto era preciso y tenía la suficiente calidad, bajo mi punto de vista, para ser una más que digna continuación con entidad propia. Sin embargo, desde mediados de este mes, el libro comenzó a abrir casi imperceptiblemente dos o tres nuevas vías que me han hecho complicado cumplir mis planes, al verme obligado a desplazarme por estas nuevas vías alternativas que tienen más importancia de lo que pensaba.
Ruido no es sólo una crítica destructiva al arte actual y al de todos los tiempos sino que es también la historia de una posesión. La pérdida del sentido vital y espiritual de un alma esquizofrénica a través de la que intento representar en gran medida, nuestra época. Y para cumplir estos objetivos, no podía dejar de lado la faceta pavorosa sin abusar de ella ni que el libro se convirtiera en una novela de terror al uso. Todo lo contrario, he intentado que en Ruido el miedo aparezca en potencia en el texto con su contenido más puramente filosófico. Como un arpón subversivo que permita entender mejor lo que sucede en la mente del propio protagonista y la sociedad en la que vive además del propio ruido en sí mismo, y no tanto como un efecto que pretenda asustar al lector. Algo que no me interesa tanto como subyugarlo con la historia narrada y el montón de palabras que vuelan y van y vienen entre los tejidos de la narración como si fueran truenos o ronquidos del diablo.
En cualquier caso, estos últimos giros me han hecho volver a revisar determinadas películas de terror -así como sus correspondientes referentes literarios- que tenía casi olvidadas. Me refiero, claro, a La profecía, La semilla del diablo o El exorcista. Deliciosos filmes en los me he sumergido estos días pasados, los cuales contemplé en su mayoría antes de la adolescencia y debieron -al igual que las lecturas de H.P. Lovecraft- dejar mucha más huella en mí de lo que pensaba. De repente, he vuelto a reencontrarme con el niño que fui esperando que sonara el despertador a las 2 o 3 de la madrugada para, sabiendo seguro que a esa hora mi madre estaría durmiendo, poner en la videocasetera cualquiera de estas películas o de la saga Viernes 13 o Pesadilla en Elm Street que tanto morbo e interés causaban en mí.
Conforme los años fueron pasando, fui perdiendo mi interés en estas películas clásicas, cintas que fueron un boom entre los niños y adolescentes de la época, y me olvidé de la mayoría. Maduré o crecí, como se suele decir, y busqué otras afinidades electivas. Obviamente, de tanto en tanto recordaba la impresionante actuación de Mia Farrow en la película de Polanski o me recreaba en algún hotel a horas intempestivas viendo algunas de las dos secuelas de La profecía pero sin darle más importancia hasta que ahora, se han infiltrado en Ruido. Un hecho que, repito, me ha sorprendido y maravillado. Pues me recuerda que vivimos en una especie de túnel abierto al infinito en el que ninguna experiencia ni sensación ni recuerdo se pierde y, de hecho, puede reaparecer en cualquier instante. Sobre todo, aquellas vivencias de nuestra niñez y adolescencia que, décadas más tarde, toman el control de nuestra vida, demostrando ser no sólo las que formaron nuestra mentalidad y carácter sino motor secreto de libros tan ajenos a ellas en principio, como Ruido: un puñetazo al aire que desea ansiosamente quebrar los muros sociales, políticos y artísticos para erigir el reino de la aniquilación. El castillo del demonio o Satanás. El apocalíptico mundo que tanto La profecía, como La semilla del diablo o El exorcista sugerían que podía estar en camino de erigirse y levantarse en nuestra tierra. Algo que, teniendo en cuenta los acontecimientos del mundo actual, más que una profecía o un relato de terror, se antoja totalmente real. Absolutamente real. Visceralmente real. Tanto como el propio ruido y las consecuencias que éste causa en una sociedad absolutamente incapacitada para mantenerse en silencio y serenarse y que vive por tanto confundida y en el caos. Esperando en fila entrar a una gigantesca fortificación del tamaño del nuestro planeta, regentada con mano de hierro por un demonio que desprecia a sus súbditos con sumo desdén. Un reflejo, al fin y al cabo, del mundo de la política y las corporaciones económicas. Shalam
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