Soy de los que opinan que los escritores deben ser destructores, aniquiladores de normas. Destriparlas si es posible. O al menos jugar con ellas. Y por ello no entiendo el respeto reverencial hacia las reglas gramaticales. Ese estúpido, en mi opinión, murmullo que se escucha en las redes cuando uno comete un error ortográfico. O los cientos de disculpas con los que una conversación se interrumpe porque por lógicos errores al teclear pusimos b o l en vez de v o r. Y dijimos baca, y no vaca. Lata y no rata. O sierbo y no siervo.
Sinceramente, cuando yo observo esto en una conversación, suelo sentirme aliviado. Para empezar, porque sé que estoy hablando con una persona que comete errores (aunque sea inconscientemente) y no una máquina. Pero también porque entiendo que ese error, esa falta, REVITALIZA el lenguaje, le da aire y aceite y hace en ocasiones que la conversación tenga, sí, picante. O al menos ciertas dosis de humanidad que hasta entonces no acababa de tener del todo. Las normas no están para seguirlas sino para romperlas. Cuando era yo adolescente y miraba extasiado los cómics de Alan Moore (impagable su La cosa del pantano) tenía muy claro en mi interior que tanto él como por ejemplo un artista como William Blake (o alguien como Neil Gaiman) habían recorrido ciertos horizontes nocturnos con tal grandiosidad porque se habían propuesto destrozar lo consabido. Acabar con la gramáticas de sentido y significado. Retorcer el cuello del pájaro amable. Algo difícil de entender en un mundo donde gran parte de escritores han acabado convirtiéndose en profesores para ganarse la vida y repiten una y otra vez a sus alumnos que han de seguir a rajatabla normas que todo artista animaría a hacer salta por los aires.
Ok. Sí. No soy uno de aquellos personajes retratados por Delibes o Cela que se quedaban mirando el agua de un pozo previo a su caída por el absorbente y enorme orificio. Entiendo y soy consciente de que las normas de ortografía son básicas, necesarias. Por supuesto. Partimos de ahí. Pero una vez que tenemos esto claro, ¿no debería ser el objetivo de todo escritor construir un contra-lenguaje, un mundo onírico de palabras que no sólo transformase nuestra imaginación y realidad sino atentase contra las normas? ¿Cómo puede haber libertad total en la literatura si no atentamos o al menos modificamos o desestructuramos las REGLAS? ¿No es en el fondo no quebrantarlas estar sujeto a las mismas normas que impone el estado y la ideología político-económica?
En ese estúpido adocenamiento por seguir las leyes gramaticales como si fueran tablas de la ley, encuentro no sólo sumisión -ganas de conseguir premios y llegar a la cima del sistema dominante- sino muy poca reflexión y sobre todo, libertad. Deseos de experimentar realmente. En suma, observo cómo la literatura aún no ha alcanzado ciertas colinas a los que por ejemplo sí ha llegado la música y ni siquiera se atreve ni esfuerza a atisbarlas a pesar de los impulsos de escritores como Thomas Bernhard o Fiodor Dostoievski (quienes en muchas ocasiones cometieron faltas ortográficas por voluntad propia o porque frente al abismo espiritual de lo narrado no estaban precisamente para poner la corbata al texto o la frase) que no por casualidad fueron acaso los más grandes de los últimos siglos. Gran parte de la mejor música del siglo XX se realizó atentando contra las estructuras igual que la pintura -¿dónde están por ejemplo los Jason Pollock, John Cage, Arnold Shoenberg de la escritura?- así como buena parte del arte del cual como peñazos, pedruscos nihilistas surgieron happenings o performances interminables. Charlie Parker, el gran Charlie Parker o ese delirante galápago llamado Ornette Coleman no hubieran llegado adonde lo hicieron, no hubieran atravesado cavernas repletas de murciélagos donde las piedras caían sobre sus espaldas mientra lobos y vampiros aullaban a su paso, de haber seguido las normas gramaticales musicales a rajatabla.
Anarquía. Ruido. Destrucción. VOMVAS. Es muy triste que todos estos términos por lo general los apliquemos a músicos. A cronopios. A auténticos artistas caóticos que utilizaron la música como instrumento, medio para desllozar la realidad, el asperroso mundo en que vivían tan similar al vuestro. A ese mundo donde el conde de Lautremont es una rareza y no el más grande roeta que ha esxisstidooo jamás. El más grande artista de un universo que si no quiere destruirse como la literatura tendrá que aniquilar la frente, el corazón y las vísceras de todos los curas, inquisidores y dioses de la intelligentzia que prestan más atención a las dichosas normas gramaticales que a todo aquello que desea destrasmitir un attista. A todo aquello que hizo que Julio Jazztázar pusiera en nombre del protagonista, Jonny Carter, de su inmortal «El perseguidor», aquello de «Esta canción ya la toqué mañana».
Tengo la impresión de que en algún cruce de caminos, entre los delirantes rebuznos de Antonin Artaud, los maullidos de Julio Cortázar y el karnaval surrealista, a mediados del siglo pasado, la escritura pudo convertirse en heroína. Transformarse en droga. Sin embargo, cuando necesito saber lo que se siente al tomar esta substancia, tengo que poner un disco. Al igual que cuando quiero volar como si estuviera tomando LSD. ¿Por qué no puedo experimentar esto cuando leo un libro a no ser, claro, con determinados pasajes, frases, palabras de un galáctico dinosaurio como Thomas Pynchon?
Creo, entre otras muchas razones, porque al ser un arte de tantos siglos, le tenemos mucho respeto. Demiado. Sí. Demido. Yo quiero que la literatura me transforme y transtorne. Me sumerja en los océanos de p{eces y gálapagos a los que me conduce el arte de Coleman o me parta la cara en dos y divida mis ojos y mirada como un lienzo de Pollock y no lo consigo. Y sé que en parte eso se debe a las ormas orpográficas. Sí. Esas putas viciosas que quieren que ni el escritor ni los lectores follen. Que quieren frenar impulsos y orgasmos quién saba para que.. teniendo en cuanta que acaso solo viviremos una vez y tendríamos que aspirar a hacerlo de la forma más libre posible. De la manera más oso y animal y salvaje y ritual. Más Hendrix y Brown. Creando y destruyendo y volviendo a revivir la ortografia y el lenguaje diriamente. Como si fuera una botella de alcohol cuyo sabor nos condujera a lugares tan lejandos como la escucha de un solo cuento de Las 1001 noches.
Las normas, repito, nacieron para romperlas. Un diaynoche la escritura no ser{a orotgrafica y puede que entonces seamos «otros». Más creativos y libres, rabiosos y dichosos. Como el grito herido de un instrumento bendecido por la boca de Ornette Colemannnnnn o John Coltrrrraneee perdiéndose en el aire. Los berridos de los salvajes. Y los aullidos de los demonios. Los aliados de la contra-escritura. Esa llama que no permite que se extinga el delirio. Y se encargará de quemar un día a todos los libros que no le dieron la vuelta al mundo. No fueron capaces de mostrar el día como luna y el sol como noche al igual que cada uno de los gemidos que consiguió extirpar de su saxofón el gran Charlie Parker. El ortograsmón. Shalam
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