Tengo la sensación de que, a medida que el Mundial de fútbol ha ido ganando en impacto global, ha ido perdiendo en alcance místico. Que es ya más un espectáculo que una prueba deportiva y los jugadores son más maniquíes que héroes. Tal vez entre otros aspectos porque la televisión ha convertido al fútbol en un espectáculo y lo ha ido alejando del deporte. Es posible ver tantos partidos semanalmente que, poco a poco, ha ido disminuyendo el sentimiento sacro al contemplar el césped y a los jugadores alineados, escuchando los himnos y escoltando a los árbitros. Ahora, sí, el Mundial es tan sólo uno más de los eventos del año. Una pausa en la vida cotidiana entre cientos de miles de otras pausas.
Ciertamente, la mayoría de futbolistas que participan en el torneo nos son tan conocidos como nuestros familiares. Algo que hasta hace unas décadas únicamente nos ocurría con los de la selección del país en el que nacimos pero ahora es extensible a casi la mitad de los 32 equipos que participan. Un hecho que resta a estas citas la sorpresa y misterio que, anteriormente, arrastraban consigo. La impresión de acontecimiento único.
Hace años la palabra Mundial parecía tener poderes y congregar ilusiones. Era una de esas palabras mágicas con un simbolismo infinito que abría toda clase de compuertas y sueños y ahora, básicamente, es una herramienta para generar enormes cantidades de dinero. Es un evento a mayor gloria del capitalismo y la competitividad. De hecho, a veces parece más un escaparate para que los clubs lleven a cabo fichajes mediáticos y contrastados a la luz de la opinión pública que un combate simbólico entre reinos y distintas cosmogonías. Más un desfile de piernas y camisetas que una metáfora de la lucha agónica eterna entre los guerreros.
El Mundial de fútbol une al mundo y a los países pero no sé si lo hace como ritual o como marca. Si de la manera en la que lo logra una prueba de fuego o una obra de arte catártica o en la que lo consiguen marcas de ropa como Nike o Adidas o de comida como Doritos o McDonalds.
Creo que hasta el celebrado en Italia en verano de 1990, el Mundial se centraba más en las tácticas y en las técnicas que en lo que generaba a su alrededor. El dinero era prioritario pero estaba supeditado a la competición. Y actualmente, pienso que no es así. Pues lo que importa son más los ingresos publicitarios que el juego en sí mismo. Además, los futbolistas que, antes dependían en parte de su inspiración y su talento o de su visión de juego, ahora lo hacen de su alimentación y de su físico. El fútbol se ha maquinizado, se ha convertido en un videojuego y el Mundial es la constatación de este hecho. Porque de los goles y los mejores jugadores ya no se habla con respecto o alucinada admiración sino con cierto hastío o la misma profundidad con la que se comentan las noticias de sociedad. De hecho, la sobreexposición ha convertido al trasfondo épico en un acontecimiento banal, al sobreesfuerzo en un acto cotidiano y al periodista en la «estrella». Puesto que importan ya más las declaraciones y lo que rodea al juego que las eliminatorias. Un combate deportivo que, vuelvo a insistir, se ha repetido tan insistentemente en los últimos años que ha perdido fuerza y marcialidad. Ha convertido la trascendencia en distracción, a los aficionados en consumidores y al gol en rutina.
Un Mundial debería ser una cita única. Casi divina. Por lo que tendría que celebrarse al menos un mes después del último partido internacional y un mes antes del siguiente. Entre otros aspectos, porque es la forma más pacífica de dirimir los conflictos y rivalidades entre naciones. En verdad, no respetar su excepcionalidad es, en cierto modo, una declaración jurada de que los países han perdido fuelle en el mundo global. Y de que ya no importa tanto quién lo gane sino quién gana con el evento. Los beneficios a repartir. Porque aquello que, en última instancia, se dirime ya no es tanto qué nación juega mejor al fútbol sino cuánto dinero se puede extraer de los bolsillos del público. Shalam
إِنَّ الشَّقِيَ بِكُلِّ حَبْلٍ يَخْتَنِقُ
Una falsa alegría es preferible a una verdadera tristeza
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