Hace poco, me refería a mi manía de terminar la mayoría de libros y películas que comienzo. Sin embargo, existen ciertas excepciones a esta regla. Una de ellas es Las 1001 noches. Una maravillosa alfombra sobre la que, en verdad, no me gustaría dejar nunca de volar. La recopilación de relatos orientales lleva varios años acompañándome. Muchos meses en cuyo transcurso, de vez en cuando, leo una de las historias nocturnas de Scherezade, la saboreo e intento yo también, como el sultán, conciliar el sueño. Ahora mismo me encuentro en la noche 322, y continúo deleitándome cada vez que abro sus páginas. Seguramente porque hablamos de un texto inagotable para el que sobran los calificativos. Un muro de fantasía lingüístico nacido para ser disfrutado y no analizado ni comentado. Uno de esos libros con los que uno pierde la cabeza y no quiere regresar más a la realidad. Pues está construido como si se tratara de una suntuosa habitación. Se encuentra lleno de alcobas, espejos, cojines y sábanas de entre las que el más inimaginable ser puede surgir en cualquier momento, como cualquier suceso -no importa cuan inexplicable nos parezca- puede ocurrir. Probablemente porque, en el fondo, este inabarcable texto -que no tengo reparo alguno en calificar como sagrado- es un delirio de la imaginación. El sueño desatado e ingobernable de cientos de hombres a lo largo de los siglos. La lengua de dios desplegada en toda su extensión, permitiendo que broten de sus glándulas, los más inverosímiles, entrañables y fantásticos personajes que puedan concebirse: guerreros inmortales, hábiles y reputados comerciantes o sabios ancianos surcando los cuatro rumbos.
Recuerdo haberlo comenzado con rapidez e impaciencia. Leí sus diez primeras noches en un solo día, pero conforme me iba enamorando de sus múltiples historias y personajes, no quería yo avanzar mucho más. Sentía que estaba en contacto con un verdadero libro santo, un cáliz inmortal, o un cofre repleto de tesoros que desprendía el olor a los más suaves perfumes. Era tan embriagador su aroma, de hecho, que no deseaba yo terminarlo. Y pronto, comprendí que para saborearlo bien, debía yo leerlo poco a poco, como quien se acerca a una enamorada con la que aspira compartir toda su vida. Pausada y relajadamente, entendiendo que en este caso la prudencia y la paciencia son un mérito. Un acicate para conseguir disfrutar de cientos de atardeceres y anocheceres junto a unas historias que nos enriquecerán y acompañarán por siempre con su talante simpático, pícaro y atrevido. Su alegre compostura que nos invita a disfrutar la vida, sin dejar de lado los riesgos, pero guardando a la vez, cierta prudencia, no vaya a ser que terminemos como algunos de lo personajes de estos cuentos: sin un ojo, un brazo o una pierna, y contando nuestras aventuras y desventuras a un grupo de hombres que nos observan sin piedad, un sultán que tal vez se compadezca de nosotros o no, y una princesa de la que no nos podemos fiar completamente porque, aunque nos escuche con lágrimas en los ojos, tal vez esté poniendo a prueba nuestra sinceridad. Sea cómplice de aquellos enemigos que nos han conducido a nuestra desafortunada situación actual.
Inevitablemente, cada vez que abro las páginas de este inmortal tratado, lo hago con una sonrisa. Algo que apenas puedo decir de cualquier otro libro. Siento de golpe, el aroma de un fragancia inmortal que me evoca el recuerdo de una época arcaica, la infancia de la humanidad, por la que no sólo me siento subyugado sino también atrapado. Porque esta colección tiene la virtud de hacerme creer que podría yo estar participando perfectamente en sus aventuras. Y que todos sus cuentos hablan de mí y mis conocidos, únicamente que muchos años atrás y en otra encarnación. Pues uno de sus grandes méritos, es conseguir hacer pasar lo maravilloso como familiar. Logrando que muchos de los inexplicables sucesos que allí aparecen, parezcan formar parte de nuestra cotidianeidad, de tal modo que uno cree ser capaz de tocar a los personajes e incluso participar del libro. Y por ello, conforme voy leyéndolo, si en ese mismo momento, se me apareciera un effrit que me convirtiera en asno, me transportara a otra ciudad en segundos o me concediera mis más ocultos deseos, no creo que me sorprendiera demasiado. Al contrario, aceptaría este hecho con la misma naturalidad con la que acostumbro a contemplar el nacimiento y muerte del sol diariamente.
En cierto modo, me atrevo a afirmar que todo lector de Las 1001 noches, tiene la sensación no sólo de que reescribe el libro sino de que participa en él. Algo que achaco a su origen árabe. Al sentido de hospitalidad de esta cultura, cuyas puertas suelen abrirse al visitante, agasajándolo y recibiéndolo como si fuera un viejo amigo o hubiera llegado al paraíso. Un cielo donde podemos gozar de los más hermosos placeres, simplemente sentándonos en el suelo, tomando un té y unos frutos secos. Realmente, sí, Las 1001 noches son una invitación a adentrarse en la eternidad. Es un texto que hace aprovechar el tiempo de una forma silenciosa, secreta, sin temor a lo que pueda acontecer. Una experiencia verdaderamente mágica, dado que gracias a estos atributos y sensaciones, es que conseguimos ponernos en contacto con esa parte de la esencia humana -que apenas recordamos ya- maravillosa, múltiple y prodigiosa. Exactamente, en los mundos y parajes de Las 1001 noches, todo es posible, dado que es un libro arcaico e infantil pero siempre novedoso. Fresco como una sonrisa, y prudente y juicioso como el tronco de un árbol. Es una colonia cuyo olor siempre es cambiante, diferente, mutable. Y un amante que es a la vez hombre y mujer pero también animal y además, se encarna en todas las razas conocidas y por conocer.
No voy a hablar ahora aquí de la influencia que esta primorosa creación tuvo en Occidente desde la adaptación al francés realizada por Antoine Galland en 1704. Es tan grande que sería difícil mencionar un texto, estilo artístico o creador que, directa o indirectamente, no haya sido rozado por su aliento. Desde Stevenson, Kafka, el simbolismo o el surrealismo pasando por Clarice Lispector hasta George méliès, Pier Paolo Pasolini o Jan Ŝvankmajer, su presencia es avasalladora en el arte de los últimos tres siglos. Y por ello, entiendo que lo más inteligente es disfrutar y deleitarse con estas historias que abren los cielos al infinito y consiguen aunar día y noche en su interior, sin teorizar sobre ellas o llevar a cabo trabajos críticos, por más que -es justo reconocerlo- los breves realizados por Jorge Luis Borges y el extenso llevado a cabo por Cansinos-Assens sean muy jugosos y recomendables. Muchas veces, al leerlas, he tenido yo, por ejemplo, la impresión de que miraba a través de una bola de cristal no ya el destino de sus personajes sino el de la humanidad, y que éste me era narrado sin dramatismos ni abusos épicos innecesarios. Con una gracilidad y agilidad casi sobrehumanas que me rejuvenecían, conforme las narraciones se entremezclaban y se desarrollaban con total libertad. Y en otras, me parecía estar escuchando la historia de algunas de las muchas personas que, a lo largo de los siglos, las habían narrado. Saliendo del espacio donde me encontraba, levantándome sobre el suelo como si volara sobre una alfombra mágica, me parecía oír letras, palabras pronunciadas en un idioma extranjero por guerreros que caminaban por el desierto sin un destino fijo; vendedores que, levantando las manos, convocaban gentíos a su alrededor; reyes necesitados de divertirse y aliviarse tras pasar revista a la corte; soldados que rodeaban el fuego la noche antes de entrar en combate; muchachas que, mientras tomaban un baño, susurraban narraciones en los oídos de sus compañeras; y familias enteras que se juntaban a celebrar fiestas y se divertían, refiriendo algunos de estos dulces, legendarios cuentos.
Resulta difícil elegir una historia entre toda esta orgía de palabras que vuelan fecundando la imaginación y trayendo la dicha allí donde se posan. Por lo que no lo haré. Teniendo en cuenta que algunas con mayor sutileza y otras, con más rotundidad, pero todas con igual encanto o embrujo, nos transmiten una imagen del mundo caleidoscópica. La silueta de un mercado interminable de especias de donde surgen las más inverosímiles narraciones con la única misión de asombrarnos. Y entre pañuelos de seda, pedrerías de todos los colores, cojines de los más diversos tamaños, jarrones de oro, plata y cristal, bellos e inmensos tapices, aparecen genios que surgen del mar o lamparas maravillosas, muchachas de una belleza sin par cuyas palabras enamoran, peces que lloran como seres humanos, ciudadelas enterradas en el mar, mujeres que combaten con la fuerza de un león, príncipes cegados por la envidia, eunucos, gentíos, turbamultas, esclavos que se liberan de su yugo por amor, jueces despiadados o músicos delicados a quienes se les cortan los dedos por error.
Pero además de todo esto, encontramos una serie de escenas sexuales -al menos en la traducción llevada a cabo por Richard Francis Burton- de una sutileza y sensualidad envolvente, en las que prima la belleza y el erotismo por encima de cualquier otro aspecto. Básicamente, porque todos los símbolos de las narraciones colaboran para hacer aún más evocativas estas historias en las que el sexo, no importa cuan crudamente o realista sea la forma en que aparezca, no deja de ser, en ningún momento, insinuante, memorable. Simbiotizándose perfectamente con este largo poema repleto de metáforas de intensidad inaudita, lleno de palabras ardorosas entre las que relucen las más lindas gemas y se camuflan intensas pasiones que cuando salen a la luz, lo hacen como si fueran el reflejo de un sueño maravilloso concebido por los dioses tras haber creado el mundo. El regalo concedido por las divinidades a los seres humanos para que pudieran experimentar su «poder inmortal», «sagrado», que en Las 1001 noches, siendo un símil de la sexualidad, se muestra siempre reluciente y refulgente, transgresor y creador, a mitad de camino entre la vida y la muerte. Voluptuoso, incitante, jugoso e inquietante.
En fin, sabemos que cuando muramos, habrá muchas historias que nos sobrevivan. Se continuará hablando por ejemplo de Teseo y un minotauro, o de aquel viajero que tuvo que enfrentar ciento y un aventuras para volver a la isla del mar jónico en que nació. Pero, sin duda, de todas esas narraciones, las que más alegría me produce saber que no se extinguirán, son las pertenecientes a Las 1001 noches. Básicamente, porque entiendo que si este libro pereciera algún día, la humanidad dejaría de gozar y reír. Habría perdido el contacto con su infancia, y viviría para siempre desmemoriada. Aislada, encerrada y gobernada por sus verdugos como en muchos aspectos, sucede actualmente, porque no nos animamos a reunirnos en las plazas a interpretar algunos de estos cuentos. Hermosas, divertidas historias en las que se encuentra grabada el genoma humano y se vislumbra un trozo del paraíso, cuyos linderos se nos abren más y más conforme, noche tras noche, nos adentramos en un tiempo que yo quisiera fuera infinito, no terminase nunca y por tanto, alargaré hasta cuando me sea posible. Pues no puedo evitar preguntarme qué será de mí cuando llegue a la noche 1001 y Scherezade confiese que no tiene más historias con las que arroparme antes de dormir, por siempre y jamás. Shalam.
ربّ اغْفِر لي وحْدي
Las cosas no valen por el tiempo que duran, sino por la huella que dejan
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