Hace unos días leía una entrevista en la que Mikael Arkefeldt afirmaba que Ritchie Blackmore era dios. Y no me extraña. Porque, en gran medida, él es el rock o, precisando mejor, el hard rock.
Puede que Tony Iommy sea las tinieblas. El origen del heavy. La niebla. El manejo de la guitarra como instrumento de un ritual satánico. La incursión en una solitaria habitación pintada de negro por la que se desliza sinuosa una muchacha silenciosa. Como puede, a su vez, que Jimmy Page sea un brujo medieval. El blues convertido en un viaje épico. El chamán que convierte cada canción en una novela de caballería o un diabólico cuento fantástico. Un lago donde varias mujeres desnudas afilan sus cuchillos o un precipicio lleno de halcones surcando el fuego. Pero, realmente, Ritchie Blackmore es el rock. El termino medio justo entre la locura, el virtuosismo, la improvisación, la dulzura y el clasicismo. El mismísimo centro del torbellino rockero. Tanto que si quisiera explicarle, hacerle sentir a un niño qué es exactamente el hard rock, no dudaría en elegir uno de sus riffs. Esos incendiarios cohetes volantes.
Ritchie Blackmore poseía una virtud no muy usual. La capacidad de, sin dejar de sonar rocoso, hacerlo a la vez con suavidad y viceversa. De hecho, conseguía en ocasiones que su guitarra pareciera un piano. Que sus cuerdas se encontraban llenas de miel. Y otras, que tenía fuego en los dedos. Algo esencial para perfilar el sonido que logró obtener. Para lo que fue también sumamente importante su interés por la música clásica. El hecho de que se adiestrara en el manejo de su instrumento con determinadas composiciones de los maestros del Barroco que combinaba con su interés por el rock de los 50.
Obviamente, lo que consiguió con Deep Purple fue enorme. Pues desde In Rock, la banda inglesa se convirtió en la abanderada del clasicismo juvenil. Abrió un cajón que enseñó cómo debía sonar un grupo de rock para alcanzar el respeto de los estudiantes de conservatorio y las hordas rebeldes. Alcanzando el punto medio entre las experimentaciones progresivas y las hippies; el blues y la música clásica; el virtuosismo y la espontaneidad; la improvisación y el respeto a una partitura; la épica y el ruido de la calle; la magia negra y la blanca; e historias imaginarias y reales.
Deep Purple fueron una amalgama de músicos capaces de experimentar como instrumentistas de Bebop o tocar con la precisión de una filarmónica. Lograron cruzar gritos procedentes de la Inglaterra del pasado con las ansias de vivir tras la Segunda Guerra Mundial. Y transformaron el rock en una ensalada perfecta.
No obstante, y a pesar de que amo a Deep Purple, son sus discos con Raimbow los que más me emocionan. Pues fue en este proyecto personal donde entiendo que Ritchie Blackmore pudo desarrollar sus ideas con total libertad. Creando verdadera magia y dibujando un arco iris musical melódico y dulce verdaderamente fascinante. Pura sensibilidad en medio de la selva de la música contemporánea.
Los teclados de Tony Carey o Don Airey (sobre todo, los de este último) eran una invitación a viajar a un país de las maravillas musical. La guitarra de Blackmore volaba libre, inventándose hits amorosos, himnos rockeros o melodías pegadizas, realizando todo tipo de encabalgamientos, como si las canciones fueran piscinas donde chapotear alegremente. Y los continuos cambios de vocalista en vez de perjudicar al proyecto, le aportaron un tono variado que ayudó a dotarlo de flexibilidad. Concitar amplias dosis de expectación ante cada una de las grabaciones de un grupo que, sin dejar de lado el entusiasmo, la locura y el frenesí, dotaba de una dimensión inusitadamente adulta al rock. Convirtiéndolo en un paraíso de imaginación para disfrutar la música en colores. Un dulce orgasmo en medio de la violencia y el caos. Una historia de fantasía con las dosis justas de maldad, locura y hechizos.
En definitiva, Raimbow lograron atrapar el mundo entero en escalas musicales flexibles y armónicas que provocaban paz y rabia. Eran un homenaje tanto a la ira de los dioses como a los encantos de Afrodita y los cisnes. Un inusitado encuentro del romanticismo y el clasicismo en mitad de la crisis de petroleo y el estallido punk. Un vaso de A.O.R. para adultos mezclado con leves gotas de Johan Sebastian Bach. Melodías de Mozart y Beethoven envueltas en gruesas capas de sonido rockeras atravesando el firmamento pop como cometas celestes. Música, sí, en su máxima pureza.
En realidad, volviendo a escuchar los discos de Deep Purple o Raimbow (por no hablar de Black Sabbath) se percibe que la raíz del punk y el heavy no se encontraban tan lejanas. Que, en gran medida, el endurecimiento del sonido y la mayor concreción del hard rock respecto al rock progresivo ya era un dato que preludiaba la necesidad de buscar nuevos medios de expresión para canalizar la ira. Pero en Ritchie Blackmore, obviamente, el odio no estallaba en el insulto ni caía en el nihilismo porque a través de su guitarra, sí, intentaba explorar lo negro, la noche o la locura pero de manera intuitiva. Como si su instrumento fuera una especie de resorte chamánico a través del que conjugar el «aura» de diversas épocas históricas: explorar las leyendas de castillos envueltos en tinieblas, viejas brujas desmayadas o amores platónicos con la inmediatez del siglo XX.
Un método que convertía sus discos en trascendentes exorcismos llenos de canciones que, sin dejar de invocar el aquí y el ahora, atravesaban vidas pasadas y épocas antiguas. Y por algún extraño conjuro de magia, olían tanto al Siglo XIV como al XVIII. Apuntaban que el futuro de la música se encontraba cifrado en su pasado. Como el del ser humano. Razón por la que no me extraña en absoluto que la gran mayoría de los últimos años de su vida, Ritchie Blackmore los haya pasado consagrado al proyecto en común con su esposa Candice night: Blackmore’s night.
Todos necesitamos paz y, teniendo en cuenta sus constantes desencuentros anímicos con los componentes de Deep Purple o Raimbow y los medios rockeros en general, era obvio que Ritchie Blackmore iba antes o después a tomar una senda más serena. Además de que, tras prácticamente tres décadas construyendo clásico tras clásico, debió sentir que ya había dicho todo lo que tenía que decir en el hard rock y podía dedicarse por entero al folk, la música medieval y sus solipsistas incursiones en la música clásica.
Al fin y al cabo, creo que él siempre se vio a sí mismo más como un juglar que como una estrella rockera; más como un músico coral que como un solista; y que sus locuras en el escenario, su obsesiva manía con la destrucción de guitarras o su necesidad de reforzar su ego procedían de una cierta incomodidad con este medio y estilo que, no obstante, condujo a su máximo apogeo. Por lo que una parte de su yo pudo descansar al fin al dedicarse a explorar el amor y la música sin presiones comerciales de ningún tipo. Mirando de frente la cara oculta de la luna en medio de un bucólico bosque o una taberna. Convertido al fin en lo que realmente es: un hombre medieval condenado a vagar por el siglo XX y el XXI con su guitarra a la espalda. Shalam
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