Basta ver la cabecera con la que comenzó a mediados de septiembre de 1963 la serie The outer limits (conocida en Latinoamérica con el nombre de Rumbo a lo desconocidoy en España como Más allá del límite) para hacerse una idea del cambio que se produjo en la ciencia ficción entre los años 50 y 60. El creador de la serie, Leslie Stevens, no se andó por chiquitas y sabedor de la capacidad de manipulación del medio televisivo sobre el individuo masa, utilizó unas hondas hipnóticas y las siguientes palabras para abrir sus emisiones: «No le pasa nada a su televisor. No intente ajustar la imagen. Nosotros controlamos la transmisión. Si deseamos que se escuche más alto, subiremos el volumen. Si deseamos suavizarlo, lo afinaremos hasta que sea un susurro. Controlaremos lo horizontal. Controlaremos lo vertical. Podemos girar la imagen, hacer que titile. Podemos desenfocarla o hacer que sea tan clara como un cristal. Durante la próxima hora, siéntese y controlaremos todo lo que vea y oiga. Repetimos, no le pasa nada a su televisor. Está a punto de participar en una gran aventura. Está a punto de experimentar el asombro y el misterio que surge desde el interior de la mente hasta…. Más Allá del Límite».
Todo un tratado de psicología conductista y persuasiva que no dejaba dudas sobre el papel que iba a tener la televisión en el mundo.
En fin, el mensaje es tan claro que no sé si hacen falta muchos más comentarios. No sé cómo nos sentiríamos actualmente al escuchar algo así. Puede que alguna persona o colectivo se sintieran heridos. Resultaría chocante al menos que al sentarnos frente al televisor, éste comenzara a hablarnos, dictándonos pautas de comportamiento que revelaran sus intenciones ocultas. En cualquier caso, la sardónica broma de Leslie Steven y su equipo no estaba en cierto modo, más que aludiendo a la realidad. Su ficción retrataba el mundo real de una manera que no hubiera sido tan eficaz recurriendo a un análisis sociológico o cualquier otro recurso. Más que futurismo, Steven estaba, por tanto, realizando un ejercicio de hiperrealismo. En vez de anunciar un porvenir, estaba dándolo por hecho y de paso, imponiéndolo. De hecho, al televidente no se le devolvía la libertad hasta el final de la emisión. Exacto momento en que se escuchaba de nuevo a la voz del principio, diciendo: “Le devolvemos ahora el control de su televisor hasta la próxima semana a esta misma hora, cuando la voz de control lo llevará…Más allá del límite“
Todo en aquella mítica cabecera televisiva estaba medido al milímetro. Desde el punto en blanco sobre fondo negro que poco a poco se hacía más grande hasta simular una especie de cerebro hasta las líneas blancas semejantes a las de un análisis cardiológico o el tono de la voz.
De todas formas, lo más fascinante de aquella introducción radicaba en la franqueza con que mostraba la manipulación. La claridad con la que enseñaba el uso interesado de la televisión. En esa época en concreto en Norteamérica, la televisión era utilizada como instrumento para transmitir seguridad a los ciudadanos, evitar cualquier conato de rebelión y acrecentar su confianza en las posibilidades de conquistar el espacio y derrotar a la potencia soviética. Un hecho que conforme se fue retrasando, precipitaría la introducción del LSD en un gran número de ámbitos sociales, ya que la droga cumplió la función de atenuante y sedante del espíritu aventurero humano. Y fue muy útil para el poder que se encargó tanto de exaltar sus propiedades como de intentar erradicarla para conseguir dos objetivos: 1) hacerla más atractiva para los outsiders (los hijos de James Dean y Marlon Brando) y los intelectuales contraculturales que podían criticar su política e interesaba, por tanto, que estuvieran ocupados en viajes interiores y 2) prevenir el riesgo de epidemia psicótica a nivel general que se podía haber producido de regularizarse el uso de esta droga sin un control sanitario y médico adecuado.
Obviamente, el consumo generalizado de LSD y otros estupefacientes no consiguió hacer olvidar la carrera espacial. A tanto llegó la presión, de hecho, de la opinión pública con este tema que no me sorprendería que las imágenes de Neil Amstrong llegando a la luna hubieran sido un montaje perpetrado por la CIA, como se dijo hace unos años. Más aún, teniendo en cuenta que, dado el inmenso poder de la televisión, el hecho fue retransmitido al mundo entero, siendo aquel alunizaje interpretado como una victoria heroica, casi épica del capitalismo sobre el comunismo. El (prematuro) comienzo del fin de la guerra fría. Y que era necesario poner un pie en un nuevo territorio colonizable. Mostrar un nuevo desafío a la conciencia humana para que no se dejara arrastrar por una contagiosa neurosis, teniendo en cuenta la necesidad que existía de que el ciudadano medio -aquel conejillo de indias que se tendía en la camilla psicoanalítica para revelar sus misterios y secretos- continuara consumiendo para engordar el sistema.
Consideraciones que hacen que el debate sobre si el aterrizaje del Apolo 11 en la luna fue un montaje o no, a estos efectos, no sea demasiado relevante. Puesto que si el poder tenía algo absolutamente claro es que la llegada a la luna u a otro planeta debía producirse sí o sí antes o después. Algo que, oficialmente, ocurrió -no creo que por casualidad- un año después, 1969, de la orgía de alegría celebrada en Woodstock, a través de la mencionada emisión televisiva que, glosada de manera indirecta por David Bowie en su tema «Space odity», daba la bienvenida a los 70. Década en la que una vez que se empezó a colonizar el espacio y se «demostró» -fuera esto verdad o falso- que la humanidad había dado un nuevo paso, los poderes fácticos comenzaron a prohibir las ilusiones colectivas de libertad que habían eclosionado en los años 60, tal y como la ciencia ficción se había encargado durante los años de euforia y explosión amorosa, de predecirlo por activa o por pasiva, una y otra vez.
Creo que es necesario regresar a la serie The Outer limits para cerrar un nuevo círculo y terminar de entender con mayor claridad aquello a lo que deseo referirme. En concreto, a su primer capítulo. Para quien no lo haya visto, diré que se trata de la tradicional historia en la que un humano establece contacto con un extratarrestre a través de un sofisticado aparato técnico que ha ido elaborando a lo largo de los años. Una especie de televisión que preludiaba de alguna forma esa nueva forma de amor a la que cantaban Kraftwerk en «Computer love». No obstante, lo que me interesa en este caso es el final. Retomar algunas de las palabras que el ser de otro planeta dice antes de regresar a su lejano mundo: «hay poderes en el universo más allá de lo que conocéis. Tenéis mucho que aprender. Debéis explorar. Debéis extenderos por el universo. Volved a vuestras casas. Id y reflexionad en los misterios del universo». Básicamente, porque son toda una declaración de intenciones. Una apelación al hecho de que, antes o después, tras la conquista del Oeste, llegaría la del espacio. Una promesa cuyo retraso propició, durante los 70, el auge y desarrollo de un sub-género como el cine de catástrofes, dio lugar a todo tipo de visiones apocalípticas e incrementó las visiones sobre sociedades totalitarias futuras. Y, finalmente, ha desembocado en el estado actual de alerta de la psique global. El miedo al calentamiento global, a una devastadora catástrofe nuclear o a la superpoblación. Una preocupación que nos está obligando a mirar una y otra vez al cielo, esperando una respuesta no ya de dios sino de, como ocurre en tantas obras de ciencia-ficción, de algún extraterrestre o amigo de otra galaxia. Nos está haciendo imitar, en definitiva, lo que previamente vimos en televisión. Shalam
ما حكّ جْلْْْْْدك مثل ظْفرك
Un caballero no puede pegarle a una mujer ni siquiera con una flor
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