Releyendo de nuevo El corazón de las tinieblas, descubro una novela llena de pasajes en los que no me había fijado anteriormente. Absorbido por Kurtz, por la imagen de la locura quebrándose en medio de la selva, me habían pasado desapercibidas algunas de las más ariscas y sobresalientes escenas que contiene el libro. Un texto que rasga la luz, penetra en las hendiduras de la selva y se sumerge en el descontrol colonial. Explorando de forma impresionista y sesgada y con una inusual profundidad los perfiles de los árboles, la iluminación y las sombras, a través de una prosa que se difumina con lo narrado y crea constantes zonas de incertidumbre. Pasajes corrosivos que no tardan en opacarse, cerrarse y confundirse con reflexiones y visiones que hacen impenetrable y misterioso el relato. Tan opaco y ralo como la niebla que envuelve la crepuscular Inglaterra desde donde se nos narra, ofreciéndole su carácter majestuoso.
Se ha hablado tanto de la novela que siento que todo lo que pueda decir sobre ella no son más que tópicos. Una caterva de palabras gastadas. Sin embargo, sus constantes claroscuros invitan a continuar hilvanando opiniones y teorías. Se ha acusado a Conrad de racista y creo que a ello contribuye la opacidad ambigua de su lenguaje a la que he hecho referencia. Porque, en realidad, la imagen que ofrece de la civilización occidental es realmente desoladora o estrambótica. Existe, de hecho, cierta confianza en el progreso que se desvanece totalmente a medida que los acontecimientos se suceden. Recordemos por ejemplo los disparos de una tropa de franceses contra un muro ingente de vegetación en donde no se escuchan más que los ecos de aves muertas. Y desde luego, Marlowe, se siente desbordado no sólo por la presencia de los africanos sino también por los europeos excéntricos que van apareciendo en su camino, como es el caso del calmo y pacífico danés Fresleven quien, tras haber perdido completamente los nervios, yace cubierto por la hierba en una aldea abandonada, el insólito y excéntrico ruso admirador de Kurtz, la frialdad de ciertos operarios, el estrafalario funcionario vestido como un maniquí o el viudo enamorado de las palomas mensajeras.
Es en realidad, en estos personajes y no tanto en Kurtz donde ahora encuentro que se halla la grandeza de un libro que pienso que hay que leer entre líneas, olvidándonos de su grandeza, saboreando cada párrafo para tomar conciencia de las turbias aguas de la barbarie occidental. Su voraz deseo de extraer los frutos de las entrañas de la tierra y pervertir el paraíso original no una ni dos sino cientos de veces mil hasta convertirlo en un infierno.
Creo, no obstante, que El corazón de las tinieblas no es tan sólo un libro sobre el terror de los colonialismos sino que uno de sus problemas centrales, sin dudas, es el lenguaje. Marlowe quisiera decir, transmitir el horror pero se encuentra con que la experiencia es tan sobrecogedora que no tiene palabras para hacerlo. Es decir; se enfrenta no sólo a los límites del mundo y del progreso sino a los del lenguaje. Se descubre aliado de aquello que odia y oscurece la conciencia y, tristemente entiende que debe continuar trabajando para el gran destructor de libertades, Occidente, si no quiere perder el alma, enloquecer.
Esta es al menos mi lectura actual del relato de Conrad: la historia de cómo un alma se hace totalmente consciente de la hipocresía y el terror que él, como peón de una ideología, está contribuyendo a propagar y de cómo para sobrevivir debe intentar hacer oídos sordos a ella. No exactamente negarla pero sí aceptarla como una consecuencia natural del discurrir general de la política, la vida y la historia. Convirtiéndose por tanto, la novela en un retrato de la locura occidental por parte doble: la del voraz Kurtz seducido por las oscuras fuerzas que ha venido a civilizar y la del perplejo y circunspecto Marlowe que lucha por no caer devorado por el embrujo telúrico de las tierras que visita al tiempo que es absorbido por la lógica capitalista. Siendo, por tanto, Marlowe y Kurtz dos retratos distintos pero similares del alma occidental incapaz de comprender el espíritu africano que yace como un minotauro arisco y encadenado, escondido en las entrañas de un libro sometido al impulso nihilista y autodestructivo de las perversiones.
Otro detalle que me había pasado desapercibido en otras lecturas es la similitud existente entre Transtorno de Thomas Bernhard y el relato de Conrad. En su alucinada inmersión en los parajes agrestes austriacos, Bernhard urde una narración protagonizada por un médico y su hijo, símbolos del humanismo decaído y el ocaso utópico, que se encuentran con toda una serie de personajes y situaciones cercanas al delirio. Compone un fresco espantoso que llega a su clímax con la aparición del príncipe Saurau cuyo absorbente monólogo, parecido a una liana partida o una sinfonía de Shoënberg, retrata el malestar cultural, la esquizofrenia occidental y el ambiente opaco que dio lugar a las dos guerras mundiales con mayor precisión que una bomba.
No hay mucha diferencia, bajo mi punto de vista, entre las escasas palabras que pronuncia Kurtz y sus alusiones al horror con el destructivo y ruidoso discurso de Saurau. Ambos dos, Conrad y Bernhard describen un viaje por territorios desoladores en los que el hombre blanco, el democrático y libre hombre blanco, no más que ha provocado el caos. Ha desatado pesadillas y contribuido a la irrupción de paisajes terminales en los que el virus de la rabia y la codicia, los flujos del dinero, la soberbia y el egoísmo han transformado las empresas humanistas en fuentes de dolor y provocación.
Creo, de todas maneras, que toda relectura de la novela de Conrad no ha de acabar en ella misma. Podría citar obviamente la monumental versión cinematográfica que realizara Francis Ford Coppola, pero entiendo que para hacer más comprensible su alcance real, resulta más acertado citar obras cinematográficas como Holocausto caníbal o las películas de zombies donde podemos percibir con absoluta claridad aquel horror al que se refería Kurtz. De hecho, aún mejor, basta con salir a pasear por las calles de cualquier ciudad, introducirse en un supermercado, observar el rostro de nuestros semejantes, contemplar un debate político televisado o comprobar el tratamiento que se da a muchos de los emigrantes africanos que intentan acceder a territorios europeos o norteamericanos para terminar de entender la relevancia de un texto que, como sugería Sergio Pitol, está destinado a ser leído y releído por sucesivas generaciones gracias a su opacidad. A que no termina de decir exactamente aquello que desea expresar o tiene que decirnos. Tal vez porque Joseph Conrad, como marino, sintió muy de cerca que los límites del mundo se estaban estrechando al tiempo que los del lenguaje y si deseaba crear una metáfora difícil de controlar y explicar, tenía que hacerla difusa, irracional y esquiva. Tenía que construir un libro repleto de características contrarias al mundo que se intentaba implantar. Un texto, sí, europeo pero con la capacidad de volar como un efrit a través de los territorios donde los monarcas occidentales deseaban encerrar a la población en beneficio del comercio. Las libras y dolares conseguidos gracias, entre otros negocios, el marfil recolectado por Kurtz en los confines del África negra. Shalam
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