“Vendieron por dinero al justo, y al pobre por un par de zapatos. Pisotean en el polvo de la tierra las cabezas de los desvalidos, y tuercen el camino de los humildes; y el hijo y su padre se llegan a la misma joven. (…) Sobre las ropas empeñadas se acuestan junto a cualquier altar; y el vino de los multados beben en la casa de sus dioses».
Es curioso. Esta es la cita con la que comienza Ruido y pertenece al libro de Amós bíblico. Pero podría perfectamente encontrarse escrita en la lápida de Calígula. Mi meta no es ser político y desde luego no aspiro a ningún reconocimiento social más allá de mis libros. Por lo que intentaré expresarme sin censuras ni temores. Con la conciencia de que es mejor que me encarcelen que vivir en libertad con un esparadrapo en los labios. He de confesar que nunca le había deseado la muerte a nadie ni por supuesto había pensado en aprender a manejar armas y activar bombas, pero a tan grande indecencia está llegando el comportamiento de Adolf Hitler desde que llegó al gobierno en España que por supuesto que es algo que desde hace meses me planteo. Sí. He de reconocer que hasta ahí me han hecho llegar esta sarta de nazis. A plantearme acabar con ellos por lo civil o lo criminal aunque esto atente contra mis propios principios. A levantarme soltando todo tipo de improperios cada vez que veo el rostro de una de estas asquerosas ratas con el uniforme de las SS puestas y el logo de la gaviota rabiosa picoteando el ojo de un hombre libre.
En cualquier caso, afirmo, es cierto que no todo es negativo. Algo bueno, aunque parezca mentira, tenían que aportarme estos maestros del horror y la inmundicia. Para empezar, me han ayudado a eliminar cualquier atisbo de neurosis de mi mente. Yo ya no pienso en el suicidio ni me entristezco o sufro ciertos bajones de tanto en tanto. En lo último que pensaría ahora mismo sería en solicitar la ayuda de un profesional o caminar por la selva en busca de un chamán. ¡Ja! ¡Esto es imposible teniéndolos en frente! De hecho, he desarrollado mi rabia y furia a niveles nunca conocidos por mí. Y por supuesto antes que matarme, obviamente los mataría a ellos. Por lo que, en cierto sentido, se puede decir que, sí, me están empujando a vivir. A respirar con fuerza y llenar mis pulmones con aire puro, afirmando con alegría que el Imperio Romano salva vidas. Protege almas. Concede alimento al herido. Aporta esperanza. Ayuda moral y espiritual. En suma, nos aporta fuerzas para superarnos a nosotros mismos con el fin de verlos caer del poder, desprenderse de sus poltronas, poder escupirles y sentir que el miedo causado se vuelve contra ellos. De hecho, si antes no pisaba una iglesia aunque me mataran o si lo hacía era por razones que poco tenían que ver con la religión católica, ahora lo hago día a día. Tarde a tarde, a la misma hora, me presento ante el púlpito y la figura de Cristo desangrada, pidiéndole, casi exigiéndole a gritos, que me conceda los años suficientes de vida para ver sufrir a estos miserables. Ser testigo de su dolor con alegría y placer como ellos han hecho con tantas personas de buena voluntad. Gentes desesperadas a las que han quebrado la vida, ilusiones y esperanzas. ¿Qué más se puede añadir? A mí, de alguna forma, me han obligado a ser un jinete dividido entre dos mundos pero eso sí, debo reconocer que gracias a su empuje por aplastarnos, están comenzando a convertirme en un escritor decente. Me han obligado a fortalecerme y superarme a mí mismo hasta límites impensables. Pues al fin y al cabo, el Imperio Romano engrandece y robustece. Crea artistas y escritores invencibles que habría sido imposible que surgieran o probaran su valor sin su ayuda.
¿Qué más puedo decir? En dos semanas, voy a aprender a manejar una lanza, una daga y el arco y varias flechas y una pistola, un sable y una metralleta. Por lo que como algún gobernador más, algún sátrapa infecto más, declare ante el Senado que la culpa del contagio por Ébola la tiene la enfermera, cualquier ejército o brazo armado que se una para derrocar a estos inmensos cerdos que someten con mano de hierro y a punta de pistola policial, militar y mediática a la población, puede contar conmigo. No me importa ya ni la cárcel ni morir si contribuyo a quitar la simiente de uno de estos cerdos del planeta a los que únicamente puedo agradecer que me hayan enseñado a odiar. Porque el odio que siento hacia ellos me hace desear vivir hasta la eternidad. Y así en realidad, es que se forjan las revueltas. No con el heroísmo de unos pocos ni el dinero de los comerciantes y fenicios y sionistas sino a través del odio grabado a sangre y fuego en la piel de los prisioneros. Esos vándalos a los que hasta Cristo perdonaría si asesinaran de una vez a los puercos: Calígula y su grupo de ominosos centuriones que día a día y gesto a gesto están precipitando la llegada del juicio final. Shalam
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