Uno de los grandes problemas del humanismo actual radica en que sus consignas se han convertido en eslóganes. Se han sacado de contexto revirtiendo sus efectos y originalidad. Nietzsche por ejemplo fue uno de los mayores humanistas del siglo XIX. Pero, en manos de los ingenieros sociales y las agencias de publicidad, su manida transvaloración de los valores cristianos se ha convertido en una bomba de manipulación que ha terminado justificando cualquier perversión y ocultando la realidad tras enmascararla.
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La difamación es uno de los procedimientos más habituales a través de los que cualquier régimen desactiva a los críticos y a los disidentes, poniendo de manifiesto, a la vez, con absoluta claridad la perversión en que se basa. Ejemplos para corroborarlo hay cientos. Si alguien demuestra (no es difícil) la corrupción de una institución, ésta (apoyada por múltiples organismos del sistema) contraatacará rápidamente escrutando su vida laboral y social y, de no encontrar nada punible, lo hará en su vida personal. En caso de hallar algún delito, utilizará todos sus altavoces para comunicarlo y desacreditar al acusador («Yo soy ladrón pero tú también») y, en caso de no encontrarlo, lo inventará y le dará tanto crédito como si fuera real. Difama, ya se sabe, que algo queda y, al fin y al cabo, para pedir perdón, comprar un juez o pagar una multa siempre hay tiempo. Control de daños, se le llama.
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Obviamente, la difamación no oculta ningún delito pero sí que le permite al sistema sembrar dudas sobre la veracidad y el buen hacer de la persona que lo denuncia. Y de paso, le hace ganar tiempo mientras genera ociosas distracciones («telebasura», «fútbol», «pop de consumo») con más o menos contenido y justificación que son usadas como artefactos políticos para nublar conciencias, captar voluntades, suspender el juicio crítico e incapacitar tanto la unión como la acción colectiva.
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El uso interesado por el sistema actual de la transvaloración de los valores nitzscheana ha llegado a tal grado, a su vez, de perversión que las mismas actividades que apoya desde todos los ángulos -la diversidad sexual, la infidelidad o el sexo libre entre otras muchas- son utilizadas inmediatamente tanto para difamar a quienes ponen de manifiesto sus fallas como para favorecer a quien apoye sus postulados.
Exactamente, en una sociedad tan perversa como la actual, todo es objeto de posible difamación como también lo es de perdón. Por lo que, a nuestro favor y en nuestra contra, puede ser utilizado tanto acudir a misa como drogarse. Tanto ir habitualmente al fútbol como leer. Y es así que se oscurece la verdad, reina la mentira y resulta tan difícil hacer ver o comprender hechos evidentes que, como estamos comprobando durante este confinamiento, nos condicionan a todos los niveles y son raíz y origen de que la perversión global reine a sus anchas. Me refiero, en este caso concreto, a la ausencia de democracia real en España.
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El relativismo moral generado desde el poder e implantado en todos los tentáculos de la sociedad de consumo (que el coronavirus está obligando a contraerse a niveles de subsistencia) hace que resulte muy difícil de subrayar lo evidente. Decir la simple verdad, la llana verdad sin temor alguno. Esto es; que los españoles no vivimos en una democracia sino en un régimen de partidos continuista del de Franco refrendado mediante las elecciones. Un régimen en donde no existe separación de poderes que pervive gracias al consenso entre las distintas facciones políticas a quienes la Constitución del 78 les concede todo el poder en contra de sus votantes. Motivo por el que pueden tenernos confinados o en un estado de alarma perenne sin temor a represalias como pueden subir o bajar impuestos e implantar una norma u otra.
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A pesar de lo que el ciudadano común de España cree (adoctrinado por los mass-media), quien coloca una papeleta de Podemos o PSOE en una urna es tan franquista como el que deposita una de VOX o del PP. Probablemente el primero es franquista sin saberlo y el segundo lo es a conciencia (aunque no sepa por qué lo es exactamente), pero, a grandes efectos, no importa porque el resultado es el mismo. Ambos refrendan a este sistema político que, como se está viendo, lejos de solucionar los problemas de los ciudadanos, los agrava. Y, al enfrentarse a una crisis como la actual, vuelve a tirar de perversión (y de transvaloración) y a generar la idea de que un cambio del partido en el poder podría solucionar algo cuando sólo alargará esta agonía. Shalam
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