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Cristo

Dic 27, 2017 | 0 Comentarios

Cristo es el más revolucionario de los dioses. Los dioses homéricos jugaban constantemente con el destino de los hombres. Lo mismo los ayudaban que se reían de sus desgracias y, en muy pocos casos, se compadecían de su fortuna. Para ellos, los seres humanos no éramos más que una distracción. Un pasatiempo en medio de los graves problemas que les ocupaban.

Los griegos nos enseñaron que la dicha de la mayoría de las personas no suele alargarse demasiado en el tiempo. Los hombres somos débiles y frágiles y por contra, los dioses son robustos y caprichosos. Se columpian en las nubes y son más proclives a castigar a los desobedientes que a premiar a los justos puesto que dan por sobrentendido la sumisión de los humanos.

Yahvé, el dios judío, es menos veleidoso pero probablemente, es mucho más grave que el más arisco de los griegos. Su rostro siempre está oculto y su voz es semejante a un vendaval. Habitualmente, se encuentra airado y no duda en castigar a los desobedientes. De hecho, a veces parece un dios creado por un escritor de novelas de terror. Ese padre cruel para el que los sufrimientos de sus hijos nunca son suficientes. Un tirano que no duda en lanzar a la guerra a sus huestes ante cualquier afrenta o deuda de honor de un pueblo vecino. Y, por ejemplo, los dioses egipcios y aztecas también son muy irascibles e inasibles. Mitad animales, mitad humanos, forman parte de un cosmos oculto que puede conceder arbitrariamente bendiciones o maldiciones. Son fuerzas de la naturaleza ajenas e incognoscibles que son más admirados y respetados que amados.

Cristo, desde luego, es alguien totalmente opuesto a los dioses mencionados. Tanta es la diferencia, de hecho, que casi da vergüenza considerarlo una divinidad. Los dioses antiguos hacían temblar la tierra en cuanto alguien los desobedecía o dudaba de su palabra y Cristo, al contrario, abraza con fuerza a quienes se burlan de él. Los perdona y decide no juzgarlos para que comprendan la lección del amor por sí mismos.

Cristo no es un dios celoso de lo oculto sino alguien que comparte los secretos. Esos tesoros que otros maestros guardan en cofres enormes bajo varias llaves. No sobrevuela los cielos y se pierde en el horizonte sino que recorre los desiertos y ciudades descalzo. No deja que los seres humanos mueran en sacrificio para servirle. No contempla el pecho ensangrentado de sus fieles con delectación e indiferencia. Se sacrifica por ellos y sufre las mayores injusticias y tormentos para demostrar su amor.

Cristo es todavía y será siempre un dios nuevo porque es verdad. Sus mensajes no es que hayan envejecido sino que son tan vigentes aún como cuando surgieron. De hecho, su mayor enemigo durante los dos últimos milenios no han sido ni los ateos ni los infieles sino la misma iglesia que los ha pervertido y convertido en un escudo para obtener más poder. Porque, en realidad, Cristo no es un dios que desee someter a los hombres. No es un dios que quiera controlarlos como prueba el que les conceda el libre albedrío. Es más bien un dios que desea que haya concordia y, ya sea con sus actos o discursos, da continuamente pautas para que reine la paz. Una actitud que le ha permitido sobrevivir a todos los Papas, falsos profetas y monarcas que han hablado en su nombre.

Leer cualquiera de los versículos de El Nuevo Testamento es todavía un chorro de luz en medio de las tormentas cotidianas. Un chute de humildad y sabiduría que serena. Cristo es probablemente el dios que más ha hecho por unir Oriente y Occidente. El que mayores dardos ha lanzado contra el materialismo y más esfuerzos ha realizado por explicar la importancia del dar y el compartir. No es alguien que -como equivocadamente creen muchos- se posicione contra la carne y los disfrutes sexuales. Es más bien una voz suave y firme que nos recuerda que el sexo sin amor carece de sentido. Antes o después, se disolverá entre las ramas de lo olvidable porque, en esencia, no está destinado a perdurar.

Cristo tampoco es un dios implacable con el mal. No es un aniquilador del pecado y los que lo cometen. De hecho, aborrece, ante todo, la hipocresía y la egolatría puesto que, al fin y al cabo, el mal es una posibilidad. Un regalo concedido a los hombres no tanto para probar la medida de su amor y autenticidad sino para que puedan experimentar la existencia al máximo, como él mismo la experimentó durante su estancia en la tierra. Una demostración de libertad.

  Cristo, sí, es el dios que enlazó ética y moral como nadie antes en Occidente. Dando sentido a la existencia y concretando muchas de las visiones proféticas que había previas a su aparición. Y gracias a que su voz se hizo escuchar y ha sido conservada en los libros, este mundo es todavía habitable. A pesar de las constantes guerras y hambrunas, aún no ha sido destruido.

Ocurre que, por lo general, los europeos no somos justos con Cristo. Lo acusamos de haber creado un mundo despiadado sin darnos cuenta de que sin su mensaje, sería un lugar mucho peor. Y que la responsabilidad, repito, de esos males no es achacable tanto a él como a nuestras propias incapacidades. Nuestro escaso empeño en vencer nuestro orgullo, egoísmo, frivolidad y ambición para conseguir hacer por ejemplo de la Blanca Navidad, una fiesta en honor de la inocencia y las escasas semillas de bondad que aún restan en los corazones humanos. Shalam

اِحْذَرْ عَدُوَّكَ مَرَّةً واحْذَرْ صَدِيقَكَ أَلْفَ مَرَّةٍ

Más que temed al hombre libre, debéis temer al esclavo que rompe sus cadenas

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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