Hace unos días, varios amigos comenzaron a realizar listas sobre los libros que les habían marcado a lo largo de su vida. No tenían por qué ser los mejores. Bastaba que hubieran transformado su visión de la existencia o removido sus corazones. Una buena propuesta en la que me apetece colaborar pero a mi manera. Hablando no tanto del libro sino de lo que significó para mí y el momento en que me encontraba.
De momento, hoy me referiré a la novela que pondría en el número uno de la lista sin dudarlo. Me refiero, claro, a Crimen y castigo del gran Fiódor Dostoyevski.
Soy sincero al afirmar que yo no sería el que soy sin esta obra de arte que representa todavía hoy para mí, la mayor experiencia literaria experimentada jamás. Hasta el punto de que transformó toda, absolutamente toda mi concepción de la existencia y me convirtió definitivamente en otra persona. No hay ni una sola línea que haya escrito que no le deba algo al escritor ruso, (probablemente el artista que con más hondura ha retratado el alma humana), porque leyendo el drama de Raskólnikov, me dije a mí mismo no sólo que deseaba ser escritor sino que toda mi vida quería pasarla cerca de los libros que se convirtieron desde entonces y ya para siempre, en mis mejores amigos. Aquellos que siempre estaban ahí y no fallaban cuando los necesitaba y las tan frecuentes marismas de nuestra hipócrita sociedad amenazaban con dejarme de lado, en un terreno baldío que no pertenecía a nadie donde corría el riesgo de ser excluido. Y por ello mismo, creo que nada es comparable en mi vida (a no ser, claro, el suicidio de mi padre) a la inmersión profunda que realicé en Crimen y castigo con dieciséis años recién cumplidos.
Como en todo momento augural, me resulta difícil saber qué sucedió en mí mientras lo leía, pero atisbo a recordar que bastó con adentrarme en su primera página para sentir que todo alrededor giraba, daba vueltas concéntricas y no se detenía con el objeto de que me concentrara en aquel texto que no me dejó vivir ni casi dormir hasta que lo terminé; y, en cierto modo, actuó como flotador para el náufrago que yo era por aquel entonces. Dio sentido a mi vida que, como dije anteriormente, ya nunca fue la misma para bien o para mal.
Intentaré, en cualquier caso, clarificar mejor las circunstancias en las que lo descubrí. Era el principio de una semana de junio en la que, como de costumbre, hacía un calor intenso y despiadado en la ciudad de Cartagena y debía examinarme de física y química a finales de la misma. Por lo que en el salón de estar de mi hogar, sobre una mesa camilla marrón, se encontraban los cuadernos repletos de apuntes que debía repasar una y otra vez para tener garantías de examinarme con éxito. Pero pareciera que el destino tuviera otro plan fijado para mí pues, por algún oscuro motivo, me llamó la atención un libro con pastas blancas que había pertenecido a mi padre que, en principio y sin otra expectativa que el deseo de matar el tedio, decidí abrir. Lo que supuso que, sí, todo cambiara para siempre. Pues me sentí tan absorbido por su lectura que por primera vez en mi vida no me presenté a un examen tras haberlo acabado casi llorando y realmente emocionado. Tanto me marcó que me dije a mí mismo que no deseaba ni necesitaba más de la escuela. Que me bastaba con la literatura y en concreto, ese libro para saber todo lo que necesitaba del corazón de los seres humanos.
Tanto es, de hecho, el respeto, la admiración y adoración que tengo a la novela que no he vuelto a releerla hasta hace unos días en que cometí el sacrilegio de asomarme a varias de sus páginas pues necesitaba cierta información para componer una escena de Ruido del arte. Y, ¿qué puedo decir? Volví a sentirme en trance. A conectar de forma instintiva con la narración. Y eso a pesar de que sólo leí unas páginas y que aparentemente, las descripciones que se realizaban en ellas de los recorridos del harapiento Raskólnikov por las calles de San Petersburgo podían ser comparadas (dada mi experiencia actual) sin ningún problema con las de otros libros suyos como Memorias del subsuelo o alguno de Mijaíl Bulgákov o Antón Chéjov. No obstante, sólo me bastaron unos minutos para sentirme transportado y entender que la literatura es una misión, un mandato y un mensaje casi divino. Y que quienes no hayan leído al escritor ruso, el penetrante visionario de las cloacas e infiernos de la psique humana, tienen una falla terrible en su conocimiento.
No tengo mucho más que añadir. Supongo que mis palabras han dejado muy claro lo que siento y experimento con esta novela. La cual deseo aclarar que no recomendaría a nadie porque pienso que es uno de esos textos que hieden y hieren. Una vivencia salvaje que raya los límites de la cordura y la locura y puede partirnos el vientre de una tajada, que no creo que deje indiferente a nadie.
De todas formas, y como homenaje a esta oda a la locura, este sepulcral retrato sobre la fe del ser humano, dejaré a continuación unas pocas líneas del profuso y amplio discurso que el escritor que protagoniza Ruido del arte le dedica: «Crimen y castigo y casi que la persona en su totalidad de Fiódor Dostoyevski es la primer señal de que el ruido ha llegado a la literatura (y el arte en general) para quedarse; que no está de paso por un tiempo. Ni es un capricho. Es una absoluta necesidad. Una forma de contestar a un mundo hostil; taparse los oídos para no escuchar los gritos de la naturaleza al morir. Al ser esclavizada sin amor. Como refleja el comportamiento de los personajes del escritor ruso que tienen que llegar a extremos, a quebrar sus límites para sentir que están vivos y la sangre circula por su corazón». Shalam
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