Pasolini es aún una voz incómoda y actual. Cruda y humana. Tanto que cuando lo leo no me importa demasiado si algunos de sus razonamientos estaban errados como las visiones que ofrecía de los acontecimientos. Pasolini buscaba la verdad. Se puso al servicio de ella. Era capaz muchas veces de poner el dedo en la llaga y por más ataques que recibiera, de seguir insistiendo en aquello que creía. De entre los grandes nombres de la cultura italiana del siglo XX, pocos como él comprendieron las consecuencias que para Italia y Europa en general, supondría la llegada del consumismo.
Pasolini realmente estaba asustado. Nunca había visto un poder tan totalitario y eficaz como el capitalismo porque eran los mismos ciudadanos que lo sufrían, los que lo justificaban y apoyaban. Un dictador siempre tendría enemigos pero siendo el consumismo una voraz orgía sobrevenida tras el fascismo que apelaba a la libertad del individuo, ¿quién se le opondría? ¿Cómo hacerlo si frente al hambre y el esfuerzo, la nueva ideología anunciaba la buena nueva de la comodidad y el lujo?
En fin, Pasolini fue de los escasos hombres en advertir que eso que se vendía como un adelanto -vestir de Zara por ejemplo- no era más que otra de las cadenas lanzadas por el poder para unificar a las clases sociales y destruir totalmente la lucha obrera. Pues, al fin y al cabo, los ciudadanos estaban dejando de lado la aspiración de convertirse en hombres libres para transformarse en consumidores.
Dejo a continuación un fragmento de sus Escritos corsarios muy relevante al respecto.
Ahí va:
«Hoy en las ciudades de Occidente -pero quiero referirme sobre todo a Italia- caminando por las calles se advierte la uniformidad de la muchedumbre. No se nota diferencia sustancial entre los transeúntes (sobre todo en los jóvenes, en su manera de vestir, en su manera de caminar, en su manera de estar serios, en su manera de sonreír, en su manera de gesticular), en suma, en su manera de comportarse. Y se puede decir por lo tanto que el sistema de signos del lenguaje físico-químico, no tiene más variantes, que es perfectamente idéntico en todos. Un fenómeno negativo que arroja en un estado de ánimo que frisa en la definitiva desesperación y en el disgusto. La primera proposición de este lenguaje físico-químico es, en efecto, la siguiente: «El poder ha decidido que nosotros seamos todos iguales.»
El ansia del consumo es un ansia de obediencia a un orden no enunciado. Nadie en Italia siente el ansia degradante de ser iguales a los demás en el consumir, en el ser felices, en el ser libres: porque ésta es la orden que ha recibido inconscientemente y a la cual «debe obedecer», a riesgo de sentirse distinto. Nunca ser distinto ha sido una culpa tan espantosa como en este período de tolerancia. La igualdad no ha sido conquistada efectivamente, sino que se trata de una «falsa» igualdad recibida de regalo.
Una de las características principales de esta igualdad de expresarse viviendo, además de la fosilización del lenguaje verbal (los habitantes hablan como libros impresos, los muchachos del mundo han perdido toda inventiva coloquial), es la tristeza: la alegría es siempre exagerada, ostentosa, ofensiva. La tristeza física de la que hablo es profundamente neurótica. Ella depende de una frustración social. Ahora que el modelo social a realizar no es más el de la propia casa, sino el impuesto por el poder, muchos no están en situación de realizarlo. Y esto los humilla profundamente. Propongo un ejemplo muy humilde. En una época el panadero estaba siempre, eternamente alegre: una alegría verdadera, que le brillaba en los ojos. Se paseaba por las calles diciendo bromas. Su vitalidad era irresistible. Estaba vestido mucho más pobremente que hoy: sus pantalones estaban remendados, muchas veces la camiseta era una piltrafa Pero todo ello formaba parte de un modelo que en su aldea tenía un valor, un sentido y él estaba orgulloso de ello. Al mundo de la riqueza podía oponer su propio mundo igualmente válido. Llegaba hasta la casa del rico con una sonrisa natural y anárquica, que desacreditaba todo: aunque fuese más bien respetuoso. Pero era precisamente el respeto de una persona profundamente singular. Y en resumen, lo que cuenta es que esta persona, este muchacho, era alegre.
¿No es la felicidad lo que importa? ¿No es por la felicidad que se hace la revolución? La condición campesina o subproletaria sabía expresar, en las personas que la vivían, una cierta felicidad «real». Hoy, esta felicidad -con el Desarrollo- se ha perdido. Ello significa que el Desarrollo no es en ningún modo revolucionario, ni siquiera cuando es reformista. No provoca más que angustia. Hoy existen adultos de mi edad tan aberrantes como para pensar que es mejor la seriedad (casi trágica) con que ahora el panadero lleva su paquete envuelto en plástico, con cabellos largos y bigotes, que la alegría «tonta» de otros tiempos. Creen que preferir la seriedad a la risa es un modo viril de afrontar la vida. En realidad son vampiros felices de ver convertidos en vampiros también a sus víctimas inocentes. La seriedad, la dignidad, son horrendos deberes que se impone la pequeña burguesía; y los pequeños burgueses son por lo tanto felices de ver a los muchachos del pueblo «serios y dignos». No les pasa siquiera por la cabeza el pensamiento de que ésta es la verdadera degradación: que los muchachos del pueblo estén tristes porque han tomado conciencia de su propia inferioridad social, visto que sus valores y sus modelos culturales han sido destruidos». Shalam
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