Pedro Burruezo y María José Peña dieron a luz a una de las propuestas musicales más inusuales y originales surgidas en nuestro país: Claustrofobia. Un grupo que trazó una curva de evolución del techno pop al bolero pasando por el flamenco, la música africana, la rumba y el sucio y crudo surrealismo que todavía asombra. Aún sorprende.
En realidad, ambos plantearon Claustrofobia más como un taller artístico que como un grupo pop al uso. Por lo que sus conciertos se convirtieron muy pronto en experiencias en las que realizaban todo tipo de pruebas e improvisaciones frente a inquietos espectadores. Muchas de las canciones incluidas en discos tan frescos e inusuales como El silencio, Repulsión o Un chien andaluz no parecían estar acabadas sino ser tentativas. Pequeños ensayos melódicos en los que mostraban al público sus diversas maneras de abordar el pop. Más como un tapiz vanguardista en el que plasmar obsesiones y combinar diversos estilos que como un género acabado. Prueba de ello es que, a pesar de su fuerte personalidad, es realmente difícil trazar una línea de continuidad a primera vista entre su primer disco, Arrebato (Música per a Vetllades D’intriga), y su último, Encadenados.
Arrebato era un rayo pop ochentero que jugaba con las corrientes de moda y los sintetizadores con espíritu juvenil. Era un disco que con razón muchos ha comparado con los de La Mode o Golpes Bajos a pesar de que hay un espíritu nocturno, una voluntad de riesgo, que lo separa de muchas de las propuestas coetáneas. Existe de hecho a lo largo de su desarrollo una continua sensación de que todo puede suceder y se encuentra por explorar. Y al contrario, Encadenados era un vaso reposado de zumo en el que cada detalle estaba pensado y calibrado. Una obra madura en la que los sintetizadores eran sustituidos por nostálgicas guitarras que intentaban transmitir la acidez de la existencia, el dolor del olvido y los tránsitos hacia la madurez de los enamorados.
Claustrofobia siempre fueron a lo suyo. No prestaron atención ni a las fórmulas comerciales ni a los dictados de la vanguardia o el indie. Trazaron su propio camino con un descaro por momentos suicida. Mezclando malditismo y pop romántico, callejero y delirante con inusual atrevimiento y naturalidad.
En verdad, resulta más fácil disfrutar con sus proyectos que terminar de comprenderlos. Ciertamente, hay que escucharlos varias veces para vislumbrar sus alcances, raíces, resonancias y sugerencias. Porque Pedro y María José eran músicos impresionistas. Viajaban en velero. Estaban moviéndose constantemente. Flotando. Apuntalando ideas, desarrollos e imágenes en medio de canciones parecidas a arabescos, tejidos, velos o rumbas arábigas. Y por eso sus devaneos con el flamenco parecían más odas a la España andalusí o a los países orientales que homenajes a la España gitana o a los grandes nombres del folklore popular hispano. Ambos acariciaban las canciones. Las trataban como joyas o gemas. Las barnizaban y buscaban su esencia. Aunque también amaban la improvisación y la locura. A veces parecían poetas y otras pintores. Artistas obnubilados con los sueños y la perfección que caminaban por un desierto subversivo y concebían su paso por la música contemporánea como una aventura. Un tránsito para encontrar lo inesperado.
Claustrofobia miraban al centro de la tradición musical española con alma de europeos. Y era más fácil imaginarlos tocando en un nocturno cabaret francés o suizo que en un festival de música pop al uso. Porque eran suntuosos. Aunque su elegancia no iba en contra de su vitalidad y frescura. Su música era, sí, otoñal pero también poseía tintes primaverales. Estaba dotada de un aire raro y excéntrico que la hacía ideal para aparecer en medio de una película de Iván Zulueta o la proyección de un documental de Val de Omar pero también para sonar de fondo en medio de la lectura de un libro de Boris Vian o una exposición de fotografías de García-Alix. De hecho, el lugar natural de sus canciones era tanto el bar y la calle como el salón. Porque eran artistas canallas, sí, pero también sensibles cuya música sabe a exilio. A destierro y a fiesta solitaria. Es tan original y abrió tantos huecos y concavidades sonoras en el pop español que aún está por explorar y comprender del todo y casi que me atrevería que por descubrir. Tanto es así que estoy convencido de que si pinchara esta noche en un bar una selección de sus canciones prácticamente nadie las reconocería y que podría perfectamente hacerlas pasar como nuevas sin provocar sorpresa alguna en mis interlocutores. Shalam
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