Serge Gaingsbourg era el vivo ejemplo de que a veces las mujeres prefieren antes a un vicioso que a un príncipe. A un amante sin tabúes ni complejos que a un caballero. A un truhán que a un padre de familia o a un señor. De hecho, no es que tuviera éxito con ellas. Es que las volvía locas. Tal vez porque su fealdad le obligaba a caer en excesos y sacar su lado más canalla para llamar la atención. Lograr seducirlas. O más bien, conseguir penetrarlas que era al fin y al cabo lo que ansiaba (y generalmente lograba). En cualquier caso, poseía un talento descomunal que volcaba inevitablemente la atención sobre su persona allí donde iba y, sobre todo, una voz intensa y sexual, mezcla de whisky y cigarrillos caros, que quitaba el hipo y olía a decadencia y semen por todos los costados. A deseos lascivos y sábanas revueltas. Pero era también tan elegante como un Ferrari o un traje de franela. Y podía escucharse sin problemas tanto en un anuncio de Martini o de automóviles deportivos como aparecer juguetona, arisca y calenturienta en una piscina llena de gente con ganas de marcha o en medio de una orgía en un chalet de lujo.
Todos los discos de Gaingsbourg parecen haber sido grabados de madrugada. Entre ingestiones de alcohol y raciones compulsivas de sexo. En medio de un casino o un club nocturno del que hace varias horas que se retiró el público. Y son una feroz imagen de la soledad. Una fotografía de los deseos incontrolables. Una masturbación sofisticada plagada de ritmos y melodías que definen y sobrepasan su época. Una descripción visceral de los peligros del amor. Un retrato de la dependencia emocional. De los bajos fondos y la locura cotidiana. Una instantánea en blanco y negro tan evanescente como potente de la masculinidad. El psicoanálisis de un don Juan galo. Alguien tan o más golfo que nuestro Joaquín Sabina, tan cerca del ocaso como Leonard Cohen y tan transgresor como una monja excitada en medio de misa.
Gaingsbourg era un gilipollas. Pero, eso sí, era un gilipollas porque era un genio y no al revés. Porque tenía por norma hacer lo que salía de los cojones y ni en diez reencarnaciones hubiera aprendido a ser políticamente correcto. Algo que, en realidad, podía permitirse puesto que pocos músicos grabaron discos tan interesantes y relevantes como él dentro del pop y rock francés del siglo XX. De hecho, el sonido de la mayoría de sus obras continúa vigente. Ha traspasado el tiempo con la naturalidad con la que lo hacen los clásicos. Pues están llenas de detalles que las hacen irresistibles y por lo general gozaron de intuitivas producciones que se encargaron de acentuar su carácter crepuscular y nocturno. Su talante bohemio y carácter brumoso. Ese olor a gabardina, cine negro y erotismo que convierte su escucha en un lujo. Un placer prohibido. Un recorrido por un prostíbulo parisino de ensueño. Una ingestión de opio.
Gaingsbourg fue tan conocido por sus escándalos como por sus incontestables hits. Tanto por su sordidez y la visceralidad de sus interpretaciones como por haber transformado muchos años antes que Houellebecq el nihilismo en moda. En una filosofía válida tanto para vagabundos como para profesores de Universidad; tanto para jóvenes como para viejos sin esperanza.
Justo es, eso sí, reconocer que no hizo pop más que durante una etapa de su vida. Por lo que no es exacto ni considerarlo un cantautor ni un intérprete de chanson francesa. Ya que Gaingsbourg es un género en sí mismo. Cantaba pedazos de su vientre y de su carne. Donaba gemidos y quejidos de su alma cada vez que salía al escenario. Y lo hacía además con una chulería y una pasividad tan genuinas, mezclando dureza y debilidad y sarcasmo y frontal sinceridad de tal forma que daban ganas o bien de pegarle una ostia o -tal y como hicieron las muchas mujeres que lo rodearon- amarlo durante horas y horas. Shalam
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