Todo lo que Bob Stanley lleva entre manos tiene un sello, un toque especial. Hace unos días hablaba de Saint Etienne. Una banda sobre la que sobran las palabras. A falta de una buena biografía sobre su trayectoria, casi todo está dicho ya. Resulta, asimismo, difícil encontrar un ensayo tan florido, informado y divertido sobre el pop de las últimas décadas como Yeah Yeah Yeah. No le he hincado el diente a ninguno de los otros dos libros (una biografía sobre Bee Gees y un ensayo sobre el nacimiento del pop) publicados por Stanley pero puedo imaginarme que han de ser muy jugosos.
Otra faceta en la que destaca Stanley es en la de recopilador. Stanley es un tipo vivo, despierto que va publicando de tanto en tanto discos en solitario, junto al otro miembro masculino de Saint Etienne (Peter Wiggs), el académico Jason Wood o Tim Burgess (The Charlatans) sobre los más selectos temas: el tiempo en Inglaterra, la primavera en París, la crisis del sueño americano, gemas ocultas del 76 o un esquizoide homenaje al mundo de Twin peaks. Discos maravillosos en los que incursiona en nuevas, diferentes formas de acercarse al pop. Convertir los años de apogeo del estilo en una experiencia aún hoy en día válida.
Lo cierto, en cualquier caso, es que hay tantos recopilatorios hilvanados por Stanley que realmente resulta difícil abarcarlos todos. De hecho, con los años, me he perdido más de uno, dos o tres de estos lanzamientos. Tal vez más. Uno de ellos fue el vibrante, magnético, Cafe Exil. New Adventures In European Music 1972-1980.
Supongo que, a estas alturas, (cuatro años después de su publicación) el contenido del disco ha de ser más que consabido por la mayoría pero, por si algún lector despistado de avería, no lo sabe, haré mención al mismo.
Quien desee por cierto escucharlo, puede hacerlo aquí.
Cafe exil es una especie de imaginaria banda sonora que intenta reconstruir algunos de los temas que Bowie e Iggy Pop pudieron haber escuchado durante su periplo por Berlín en la década de los 70 del pasado siglo. De lo que se trata en este caso es más de sugerir que de ser exactos así que tal vez algunos de estos temas formaban parte de su menú frecuente y otros no. Pero eso, en definitivas cuentas, es lo de menos. Lo importante es realizar un sugestivo mapa sonoro al tiempo que seguimos la pista de dos músicos que, obviamente, no sólo frecuentaban el célebre café Exil de Kreuzberg sino unos cuantos locales más (el Neues Ufer, por ejemplo).
En fin, como se puede presuponer, la recopilación es un fascinante viaje lisérgico. Yo al menos he descubierto unos cuantos temas que podrían perfectamente haber inspirado algunos de los temas centrales de Low y de Heroes. Por ejemplo, el poético y evanescente «Epsilon in Malaysan Pale» de Edgar Froese es un claro antecedente de aquella mítica melodía que abría la cara b de Low: «Warszawa». Y las guitarras de «Octave Doctors», un tema de Steve Hillage, podrían, a su vez, aparecer entre los maremotos siderales de Heroes, al igual que, por supuesto, «No receiving», el tema de Brian Eno de Before and After Science.
Obviamente, teniendo en cuenta la época, la recopilación tira mucho de krautrock y cierto rock progresivo, pero incluye también una serie de temas que la sacan de la obviedad. La llevan al territorio de los recopilatorios de autor.
De hecho, es importante fijarse en la época que intenta abarcar (1972-1980). Sobre todo, porque eso nos hace entender por qué Stanley y Jason Wood no dialogan únicamente con Low y Heroes. Lo hacen también con el Bowie de Young Americans y de Station to Station. Incluyendo, por ejemplo, varias tonadas de soul cálido y, por momentos, átono y alucinatorio de Annette Peacock, Jan Hammer Group (años antes de hacerse célebres con la intro de Corrupción en Miami) o Tony Esposito, que permiten entender mucho mejor ambos discos.
¿Qué puedo decir más? Pues que, a decir verdad, Café exil es una delicia. Uno puede perfectamente imaginarse a Bowie e Iggy drogándose y perdiendo la conciencia, volviendo a drogarse y volviendo a caerse en medio de un ambiente que acaso ya no era el pesadilesco de la postguerra pero sí que transmitía decadencia y aislamiento.
Cuando yo fui a Berlín en los 90 (y también en la primera década de este siglo) uno tenía que imaginase la ruta seguida por Bowie e Iggy. Tenía que apoyarse y rastrearla en los libros que iba comprando por aquí o por allá, los escasos artículos que había en internet. Ahora ya hay guías que nos llevan de la mano, por unos módicos euros, a los lugares en los que ambos artistas hicieron sus correrías. Un signo que nos advierte de que tal vez sea más interesante el pasado reciente de Berlín que su presente.
Obviamente, Café Exil no es un disco que recomendaría sino más bien que obligaría a comprar a cualquiera que estuviera en su sano juicio. Es una cita obligatoria con la vanguardia, con la historia del pop y con la imaginación. Acaso su único desliz es su exquisitez. Todo está tan bien pensado y presentado que se pierde algo de la espontaneidad que, por fuerza, debía haber en la época. Se echa en falta el ambiente a cerveza, la sequedad. Algo de protopunk, algo de grasa. Algo de mierda.
Alguien debería pinchar un tema de Velvet Underground por algún bar de aquellos. Ok, sí, un elección muy tópica pero entiendo que también necesaria para interactuar con una deliciosa, épica, psicótica selección de temas y melodías entre los que se pueden rastrear el germen de grupos como Stereolab (escúchese «Tropeau bleu» de Cortex), las esquizoides locuras de Bowie y las gangrenas creativas de una ciudad llena de hambre y drogas. De locura. Shalam
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