Ayer volví a ver La bruja, (el filme de Robert Eggers), y he de decir que me gustó muchísimo más en esta segunda ocasión que la primera vez que tuve la suerte de contemplarlo. Ahora he dedicado más tiempo a apreciar cada detalle de la fascinante trama. Hace años me fijé más en la sensación de soledad y el exilio. En la traumática experiencia de muchos colonos europeos al enfrentar la vida en el paraíso natural americano. Pero ahora lo he hecho en el argumento, en cómo el demonio y su séquito de servidoras se apoderan de las almas de la familia que protagoniza una obra cuyo mayor defecto sea tal vez una excesiva complacencia con las reglas del cine de autor. Un aspecto que se encuentra completamente sobrepasado por la inquietante atmósfera, la tenebrosa fotografía, las sobrenaturales apariciones (casi resplandores) de las brujas, el inmenso trabajo de los actores, la turbadora banda sonora o la muy lograda escena en la que escuchamos la voz del diablo. Una escena que podría haber caído en el efectismo más puro y, al contrario, es sutil y sinuosa. De hecho, la seductora voz del señor de las tinieblas logra crear más zozobra que la más estruendosa muerte.

Me sorprende también cómo Eggers es capaz de conseguir tan profundos efectos con tan pocos recursos. Simplemente situando a una familia en medio de un bosque. La bruja es un filme minimalista. Dispone de pocos elementos y los aprovecha al máximo. Sé que hay muchos detractores de esta obra pero, como se puede deducir, no me encuentro yo entre ellos. Creo, de hecho, que una prueba de su grandeza radica en que años después de su estreno, continuamos de tanto en tanto hablando de ella. En realidad, el hecho de que tenga muchos fans y opositores habla bien a las claras de que no deja indiferente a nadie. Obliga a todos a levantar o bajar el pulgar. Shalam

ما تقوله مسموع فيما لا تقوله

Se escucha lo que dices en lo que no dices