The Who no componían canciones sino bombas. Eran instantáneos y brutales. Y aunque podían ser líricos y melancólicos, en sus discos la potencia siempre vencía al sentimentalismo. La fuerza se imponía a la tristeza. En realidad, el grupo británico ha sido una de las cotas más intensas de la historia del rock. Sus conciertos dejaban huella. Parecían batallas. Combates de boxeo. Luchas viscerales entre dioses, mercenarios y bandas callejeras. Una estampida de ira y poesía. Porque ni en su ocaso, The Who perdieron punch. De alguna forma, siempre conservaron su mágica espontaneidad. Retuvieron el atrevimiento y descaro de los conjuntos musicales que hacían resonar sus instrumentos durante cualquier día de la semana en los pubs londinenses y la combinaron con la espectacularidad, temple y profesionalidad de la que gozan habitualmente los instrumentistas y artistas acostumbrados a llenar estadios y aparecer en lo más alto de las listas de ventas.
The Who fueron rápidamente identificados con el movimiento mod. Pero en realidad, ante todo, eran músicos e iban mucho más allá de las coordenadas de este movimiento, como demuestra la fluidez con la que experimentaron con la psicodelia y los efluvios hippies. La facilidad que tuvieron para aunar en sus composiciones el Liverpool sound, los experimentos y el pop art y de acercar el territorio de los singles irresistibles de tres o cuatro minutos al de Grateful Dead y Pink Floyd sin desbarrancar o salirse del ruedo donde se manejaban con soltura.
Tommy, por ejemplo, era un dechado de creatividad. Una obra que no hubiera sido posible crear más allá de la era Acuario. Sin la explosión del LSD, los nuevos profetas llenos de teorías sobre el absoluto y el cosmos o una efeméride comunitaria como Woodstock. De hecho, si bien nacieron como un grupo urbano y en un momento dado de su historia fueron uno de los prototipos de la elegancia y el dandysmo juvenil, no tardaron demasiado en convertirse en un ente artístico cuyos dardos apuntaban a los lados y facetas más diversas del espectro de la música pop. Una banda que podía gustar tanto a los fans del sinfonismo y el hard rock como a los sibaritas de la ciudad. Y en cualquier caso, tenía una amplia conexión con una clase obrera que vibraba con la contundencia y efectividad de sus dardos musicales. Ese armatoste sonoro que no tenía nada que envidiar por ejemplo al de grupos como Hankwind o Deep Purple por más que -obviamente- cada uno jugara en una liga diferente y se dirigiera a un extracto de público distinto (aun con intereses comunes).
The Who eran adrenalíticos. Divertidos y circenses. Reconstituyentes. Pura energía y magnetismo. Unos Monty Phyton del rock que llenaban sus vídeos de gags cómicos y sus entrevistas de anécdotas. Eran la suma de cuatro personalidades extremas que desborbadan talento y carisma. El cruce perfecto entre la chulería punk y la majestuosidad del pop británico.
Keith Moon, el mítico batería, era incontenible e imprevisible. Un payaso que reventaba hoteles con la frecuencia y facilidad con la que las personas suelen comer en el transcurso de una jornada laboral. Aparecía disfrazado sin motivo aparente en medio de una cena formal, fornicaba más que un semental a sueldo de una revista pornográfica y, eso sí, tocaba su instrumento con una soltura y maestría insólitas. Como si fuera la luna y sus manos cohetes en busca del firmamento. Por otro lado, el bajista, John Entwistle, tenía un aspecto señorial que contrastaba con el resto de integrantes del grupo. Parecía el barón de un castillo medieval en el que se pudieran cometer todo tipo de perversiones. Su seriedad y su fino humor inglés conferían un tono misterioso y luctuoso a la banda. Y su manera de tocar el bajo dotaba de una profundidad y distinción inusual a canciones que, a pesar su aparente inmediatez, gracias a su toque maestro, tomaban el cariz por momentos de odas medievales. Adquirían un toque bucólico y ceremonial.
Y en cuanto a lo que se refiere a Peter Townshend y Roger Daltrey sobran las palabras. Daltrey es una de las grandes voces y rostros del rock. Un icono al que tan sólo le ha faltado tal vez un poco más de belleza y talante maquiavélico (o quién sabe si haber muerto joven) para alcanzar el status mítico de estrellas del cariz de Bon Scott o Mick Jagger. En sus grandes momentos -y todavía ahora- era un vendaval escénico. Llenaba el escenario con sus movimientos corporales bruscos y atléticos y su aspecto de dios celta redivivo mientras su garganta sobrevolaba terrenos angostados y escarpados y transmitía dulzura, amor y también fiereza. Bestialidad.
Ciertamente, creo que no hay dudas de que es uno de los grandes frontman de la historia del rock. De que era un oso cuya voz transformaba los ritmos callejeros en epopeyas. Poemas épicos que enaltecían a la juventud inglesa. Una apisonadora carismática que arrasaba con todo lo que se le ponía delante. Un tornado artístico. Y sobre Peter Townshend tampoco hay mucho más que añadir que superlativos desde la noche en que se le ocurrió destrozar una guitarra en el escenario convirtiendo los conciertos de The Who en rituales salvajes. Urinarios de Duchamp. Performances artísticas desaforadas en las que conseguía traducir su rabia y descontento personales en riffs asesinos e infernales que conectaban con la ansiedad de la juventud de los 60 y hacían revivir los ruidos y el peligro psicológico sentido por la generación anterior de ingleses durante las dos guerras mundiales. De hecho, junto a Keith Richards es sin dudas uno de los grandes iconos de este instrumento. Un músico con instinto punk y maneras de don Quijote que, durante varios años, se empeñó en conducir el rock a otra dimensión y, como atestiguan tanto Tommy como Quadrophenia y otras cuantas joyas sonoras, superó con creces su objetivo. Pues convirtió sus guitarrazos en lienzos ligeros y diabólicos llenos de sorpresas. Una catedral gótica incendiaria.
En realidad, la aventura artística acometida por The Who ha despertado tantas vocaciones como la emprendida por The Velvet Undeground o The Rolling Stones. Pero por algún motivo difuso, no alcanzaron la popularidad de estos últimos.
Me atrevo a pensar que la razón tiene más que ver con que, a pesar de que sus relaciones personales fueron en muchos momentos distantes y formales, eran ante todo, una comuna creativa. Cuatro lunáticos con una química explosiva entre todos que lo mismo podían haberse escapado de un sanatorio que de un cuadro carnavalesco barroco. Eran, sí, supervivientes a los que el negocio no les importaba tanto como la diversión y el rock. De hecho, sólo transcurridas varias décadas, pudieron sobreponerse a la muerte de Keith Moon. Y, desde luego, nunca más recuperaron la inspiración de la que gozaron en sus mejores momentos. Algo totalmente lógico porque The Who eran la intensidad personificada. Un torbellino de genialidad tan grande que era prácticamente imposible traerlo de vuelta. No eran músicos sino bestias. Animales hambrientos con el estómago repleto de explosivos. Shalam
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