La literatura existe para destruirlo todo. Lograr que amemos la muerte o al menos la aceptemos.
Cualquier objeto salta por los aires al aparecer en un libro. Es deformado y transformado en un vidrio moldeable. Un plástico esponjoso muy fácil de derretir y sufrir continuas metamorfosis.
El odio y el amor no son, por ejemplo, enemigos en la literatura ni tampoco amantes. Son espejos cuyas figuras se alteran continuamente que componen lienzos movedizos y pantanosos en los que aparecen ángeles emergiendo de colinas con los colmillos ensangrentados y niños cariñosos de ojos rojizos como los del demonio.
En la literatura no existe salvación porque tampoco hay castigo. No existe un premio y seguramente tampoco haya promesas. Básicamente, porque es absolutamente inservible. La obra de un edificio que, por más horas que trabajemos en su construcción, siempre se encuentra a medio hacer o en ruinas. Absolutamente derruido.
En realidad, la aspiración de la literatura no es otra que la conquista del fracaso total. La corrosión. Hacernos sentir que la vida no tiene ningún sentido y cualquier victoria es imposible. Puesto que es, derrumbando una y otra vez su propio edificio, arrasando la cosecha y, aun así, manteniéndose viva, que demuestra su ingente fortaleza. Su inaudita resistencia que le hace sobrevivir sin alimentos y desnuda en medio de una tormenta del hielo. En la cima de una colina desde donde ríe continuamente mientras ve esparcirse trozos de su cuerpo demolidos por flechas y bombas a imagen de las caricias que le dedica dios por su obstinación en pervivir. Shalam
إِذَا طَالَتِ الطَّرِيقُ كَثُرَ الْكَذِبُ
No hay caballo tan bueno que no tropiece algún día
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