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Abr 1, 2017 | 0 Comentarios

Conforme el tiempo ha ido transcurriendo, no vislumbro tanto en Alfred Hitchcock un maestro del suspense como un maestro de la ironía. El director británico, de hecho, me parece uno de los genios perversos de la modernidad. Cuando pienso en él, acude a mi mente la imagen de un colegio seguro, limpio y eficiente, lleno de niños trabajadores y alegres que pronto verán interrumpida su vida cotidiana por un golpe fatal.

Una de las claves y atractivos del cine de Hitchcock consiste en haber obligado a sus espectadores a detectar, enfrentarse e imaginar de dónde vendrá esa explosión que dinamitará los cimientos de la vida cotidiana y corromperá la inocencia de la infancia. Gran parte del suspense de su arte creo que nace de allí. De lo dificultoso e imprevisible que resulta saber cuándo y cómo aparecerá ese temblor de tierra que pondrá en jaque a los personajes.

El director británico mueve los hilos cinematográficos a su antojo, mezcla ficción y realidad, terror y humor, como si fueran los ingredientes de un plato de comida y siempre se encuentra detrás de cada escena, disfrutando con la confusión del espectador. No importa cuántos trucos lleve a cabo, nunca es detectado. Nunca es atrapado. Y además, cuando acaban sus películas, aparece frente a la pantalla de cine con su rostro de anciano inofensivo y cierto aire bobalicón y termina de reírse de nosotros. Corroborando que otro de los elementos esenciales en sus películas es el sentido del humor. Un humor negro y despiadado que roza el surrealismo y se clava como un aguijón afilado en las certezas tanto de quienes las contemplan como de quienes las protagonizan.

La mayoría de las películas de Hitchcock son golpes al capitalismo nacidos desde sus mismas entrañas. Hitchcock es el banquero burlón que señala a sus empleados como posibles responsables de un robo mientras se está metiendo en los bolsillos de sus pantalones enormes cantidades de dinero. Es un catedrático que dice amar a Platón y sonríe a escondidas cuando un bello atardecer es destrozado por una onerosa tormenta y el ruido de un atasco.

Los pájaros me parece su obra maestra. Una película donde llevó su sentido del humor y su ánimo corrosivo más allá de lo imaginable. Los pájaros es una de las mayores bofetadas al racionalismo surgidas jamás de una mente inglesa. Un atentado contra la sociedad de consumo inconmensurable. Hitchoock disfrutaba poniendo tachuelas en los cómodos sofás donde los burgueses solían sentarse y llenando de grasa el suelo de los salones en los que se reunían. Era un Buñuel estilizado. Un señor que, pacientemente, se sentaba a observar en la puerta de una escuela cómo un profesor desorientado y cínico rompía la ley. En sus películas, los crímenes eran más actos perversos que dramas. Una bufanda mal colocada en una silla podía anunciar un derrumbe psicológico como también podía hacerlo una camisa excelentemente planchada. Ambos hechos revelaban un transtorno del que su cine extraía impulso y motivación sin necesidad de buscar explicaciones.

En Los pájaros, lo incomprensible se muestra comprensiblemente y viceversa. Sin una sola de palabra más y sin tentación de farragosas explicaciones. Los pájaros son los millares de accidentes automovilísticos que demuestran que la sociedad del bienestar no es en absoluto segura y también son las perturbaciones económicas que crean muertes, deudas impagables y malestar. Los pájaros es todo eso y nada de eso. Es un día en que la bolsa hizo crack y una muestra de que la vida es indomable y,  en esencia, imposible de desentrañar totalmente. Es una película de acción, psicológica y metafísica. Un cruce entre Henry James, el arte victoriano y las novelas de ciencia ficción. Una hipnótica fantasía a mitad de camino de un episodio de La dimensión desconocidaLa guerra de los mundos y un cuento de Julio Cortázar. En fin, una pesadilla capaz de convertir un decorado de cartón piedra, un melodrama que podría haber sido filmado por Douglas Sirk, en una obra fantástica llena de resonancias míticas, casi antropológicas.

Hitchcook era un cineasta silencioso. Deseaba pasar desapercibido en sus piezas artísticas o ejercer como mero observador y eso lo hacía peligroso. Uno nunca termina de saber qué quiere decirnos con sus películas ni cuál es su punto de vista porque, de algún modo, en cada una de ellas jugaba a ser dios.

Imagino a decenas de personas y amigos preguntándole por el significado de los pájaros y él observándolos juguetón y vacilón, en silencio, mientras contemplaba briznas de humo elevándose por los aires. Disfrutando al llevarse a la tumba los secretos su arte. Dicen (o decían) que su cine era un cine de trucos. Incluso efectista. Pero esta afirmación no revela más que ceguera puesto que al igual que el suspense, los golpes de efecto no eran más que la cortina tras la que se desarrollaba la verdadera trama de sus films.

En realidad, Hitchcook era un rebelde a la inglesa. Conseguía transgredir, cumpliendo todas las normas. Pero no debemos engañarnos. Cualquiera de sus trajes de etiqueta era más peligroso que la bomba de un terrorista. Cada una de sus reverencias escondía un mordisco a la diplomacia. Y cualquiera de las investigaciones policíacas que con tanta precisión rodó, reflejaban con mayor veracidad que decenas de obras transgresoras, el mal inherente al ser humano y a la civilización.

Hitchoock era un iconoclasta más cercano a Chesterton que a cualquiera de los artistas oficialistas de su tiempo. Ocurre que supo disimularlo perfectamente. Y que su educación y flema británica le hicieron sevir en bandeja de plata los mejunjes mal olientes del capitalismo. Su cine, de hecho, es un tremenda, brutal disección de la burguesía y de sus males, realizada con alma de científico que gracias a la frialdad y a los buenos, casi exquisitos modales, con los que fue rodado puede hacer creer que es un elogio de las clases acomodadas. Pero, en realidad, es una mirada despiadada, desafiante, cortante (y, en ocasiones, sumamente divertida) al mundo moderno y a las personas pudientes. Un desafío al confort del pensamiento. Shalam

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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