El retorno discográfico de Suede ha sido una de las grandes noticias musicales de la década. Básicamente, porque la banda británica en vez de repetir fórmulas, nos ha ofrecido hasta ahora tres discos que son una soberbia ampliación, profundización y extensión del camino hollado en sus primeras y magníficas grabaciones. Aquellos pedazos de plástico que olían a laca, rímel, cocaína, drogas de diseño y sádico terciopelo por todos sus costados. A amor adolescente evanescente y a nocturno romanticismo.
En realidad, Bloodsports (2013) era más bien una perfecta continuación a una discografía que comenzó a estancarse con el irregular Head music (1999). Algo en cierto modo lógico porque la banda británica era carne de ambigüedad y confusión. Su etérea y famélica propuesta encajaba perfectamente en los travestidos 90 entre un mar de tecnología, pop de altos vuelos e indefinición sexual. Suede eran los 90 y los 90 eran Suede. Y existía tal identificación entre el grupo y la era que su declive al comenzar el siglo XXI no creo que sorprendiera a nadie porque además, la banda en cierto sentido, siempre jugó con el estereotipo del ángel caído y estaba claro que su propuesta no podía flotar perennemente entre mares decadentes. Iba a naufragar en algún momento. Introducirse en un negro abismo a medida que sus jóvenes componentes experimentaban la resaca de su éxito y múltiples vivencias.
Suede aterrizaron como un cohete en la Inglaterra neoliberal. Nadie los esperaba pero cuando aparecieron, muchos se dieron cuenta de que necesitaban algo así. Fueron un grupo, de hecho, que llenó huecos existenciales, sintetizó la angustia de los adolescentes, el desamparo de los homosexuales y la soledad de los veinteañeros y treintañeros que echaban de menos a The Smiths y no acababan de conectar con la era techno. Y además, estaban llenos de misterio y glamour. Nadie sabía bien de dónde venían. Parecían salidos directamente de la carpeta del Electric Warrior de T Rex, haberse criado en casa de David Bowie y tomar habitualmente té y pastas con Bryan Ferry. Un secreto que, en gran medida, alimentaron inteligentemente puesto que no solían dar muchas pistas sobre sus respectivas vidas. Se intuía que durante su adolescencia habían sufrido algún tipo de marginación por parte de sus compañeros; que amaban o al menos sentían interés por la literatura gótica y romántica; y que, en cierto modo, sus tenues y nostálgicas odas eran una respuesta y contraofensiva contra el sentimiento de alineación de Londres en particular y de la Inglaterra maquiavélicamente urdida por Margaret Tatcher durante los 80 en general. Pero muy poco más.
Muchos pensábamos que era un producto prefabricado sin interés, pero bastaron unas cuantas escuchas a su primer disco para desmentirlo. Porque aquella banda era puro talento. Creaba melodías evanescentes y etéreas que hacían pensar en Scott Walker, Franz List y el amor espiritual platónico y trovadoresco. Actualizaban el glam con composiciones cósmicas y andróginas llenas de arrebatos místicos e infecciosos que evocaban poemas de John Keats o Rainer Maria Rilke y turbias y crepusculares escenas de filmes de Wim Wenders o Gus Van Sant. Combinaban tristeza y diversión con maestría y eran descarados y desenfadados pero también sofisticados. Tanto que algunos de sus temas parecían haber sido grabados en suntuosos castillos o en una habitación del Palacio de Versalles. A pesar de que la rabia y amargura que transmitían en ocasiones remitía más a habitaciones maltrechas de hotel pobladas de jóvenes sin rumbo que a ornamentales palacios barrocos. De hecho, ante todo, lograron poner sonido y letras a la monumental desorientación sufrida por los europeos tras la caída del Muro de la Berlín y la entrada de lleno en la globalización.
Suede, sí, eran un grupo poético y novelesco que lo mismo hacía pensar en suicidios y besos furtivos que en Henry James. Tanto en la nobleza europea como en aulas sucias llenas de niños violentos. El primer album -ya lo dije- era una bomba adrenalítica de pop sensual. Su segundo, Dog man star, una obra depresiva, viscosa y elegante que homenajeaba a todos aquellos jóvenes cuya vida se había convertido en una novela de Kafka. Una oda a la anorexia y la nausea existencial. Y el tercero, Coming up (ya sin Bernard Butler) era un disco marciano y festivo. Un lienzo en el que se podía vislumbrar a ángeles dándose un banquete con demonios en medio de catedrales y clubs de sexo. Una obra que convertía a los seguidores de John Travolta en efebos amantes de Brian Eno y las faldas de Davis Bowie. Una carcajada de Morzart. Pero, ciertamente, lo que vino después, ya no estuvo a la altura. No es que fuera totalmente desechable pero sí bastante mediocre teniendo en cuenta los impresionantes antecedentes. Y por eso nadie lamentó su separación. A nadie le extrañó.
En fin, con el tiempo hemos sabido que la mayoría de componentes del grupo procedían de barrios bajos y duros donde la educación era un lujo y eso en vez de restarle glamour a la banda, creo que ha dado un mayor significado a su discografía. La ha puesto en su justo lugar. Porque Suede, en cierto modo, eran ángeles más que artistas. Su música es celestial. Incluso cuando baja a los infiernos parece hacerlo volando. Le da la seguridad al oyente de que volverá a regresar a su hogar. Es reflejo, en cierto sentido, de los deseos de unos artistas que se encontraban tan, tan, tan desencantados y hastiados de la vida cotidiana que se impusieron como objetivo trascenderla totalmente, casi metafísicamente, atravesando el firmamento como si tuvieran alas en la espalda y hubieran sido criados en una nube junto a dios.
En cualquier caso -volviendo de nuevo a su reagrupación- es justo decir que si bien los contenidos y épicos riff siderales de Bloodsports no aportaban nada nuevo a su propuesta, sí que transmitían confianza. Sumaban y no restaban. Aquel disco era el que debía haber sido grabado tras Coming up. Una obra futurista, moderna y equilibrada que abría las vías para una nueva reinvención que no se ha hecho esperar mucho. Porque tanto Night Thoughts (2016) o The blue hour (2018) no es que sean dos discos buenos. Es que son dos discos necesarios. Un par de grabaciones sombrías y maduras con aspecto de ópera pop y cierto sabor a epílogo y recuento de una época y vida que trasmiten todo tipo de inquietudes. Son una banda sonora perfecta para estos años donde prima, ante todo, el desencanto y el malestar y pareciera que el mundo se autodestruyera diariamente pero, a pesar de todo, la humanidad persiste obstinadamente creyendo en ciertos ideales e ilusiones.
Los dos últimos dos discos de Suede me recuerdan -salvando las inmensas distancias- a las obras del Lou Reed maduro. A New York y Magic & Loss. Suede ya estuvieron en Berlin. Ya se travistieron y caminaron de la mano de Virgilio por los desfiladeros de la droga y la fama. Y ahora graban discos que son casi un ajuste de cuentas con la vida. Un recapitulación desde el más allá de lo que es la existencia. Son desfiladeros a través de los que se transmiten mayores certezas y esperanza que en aquellas antiguas obras bellas y suicidas grabadas durante su juventud.
Night Thoughts y The blue hour son dos maravillosos milagros. No son piezas maestras ni falta que hace pero sí son un par de obras serenas llenas de magia y tranquilidad que en ciertos momentos remiten más a Jacques Brel que a David Bowie y aportan dicha y sabiduría a quien las oye. Porque son consejos angélicos. Dos lienzos renacentistas surgidos del vacío en medio de la era de la suciedad. Un hermoso diálogo con los vivos y los muertos realizado a mitad del camino que conduce al cielo y al infierno. Shalam
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