Los ciclos suelen iniciarse y finalizarse de la misma forma. Recuerdo que al comenzar a escribir la primera parte de la trilogía del horror –El jardinero– escuchaba un sinfín de bandas sonoras. Y ahora que, lentamente, voy concluyendo Puercos, han vuelto de nuevo.
Estos días en concreto, he transitado mucho la realizada por Jerry Goldsmith para el primer Alien. Pues, desde luego, la inquietante atmósfera conseguida por el compositor norteamericano encaja perfectamente con los retruécanos mentales del conde protagonista. No sabe nunca uno qué nuevo delirio se le ocurrirá al megalómano noble como tampoco es fácil adivinar en la película dónde y cómo aparecerá el alien. Lo que hace que la escucha de la banda sonora sea un vaivén constante. Una incursión en un agujero negro lleno de discordantes puntos de luz. Una experiencia que no recomendaría a nadie realizar en exclusividad a no ser que la combine con otra actividad o directamente, cierre los ojos y se ponga a pensar en el magnífico film.
Según parece, el trabajo de edición para adaptar el trabajo de Goldsmith a las imágenes rodadas por Ridley Scott no fue sencillo. A veces, era necesario atenuar ciertas notas, y en otras, oscurecerlas y casi silenciarlas para conseguir dotar a la película de naturalidad. De hecho, el silencio fue la baza elegida para que algunas escenas tuvieran más tensión aunque, de todas formas, los sonidos creados por Goldsmith eran tan sinuosos, precisos y sencillos que a veces simulaban el mismo silencio. Porque, en cierto modo, su trabajo era minimalista. Un prodigio de precisión psicótica sumamente equilibrado. Una red sonora indescifrable e imprevisible que generaba constante tensión psíquica y física sin por ello ser desagradable a los oídos.
Goldsmith había ya realizado varias de sus más grandes obras maestras cuando se le encargó el trabajo, entendió perfectamente lo que se le solicitaba y su música encajó como un guante en un film mítico. Probablemente, aquel primer Alien poseyera sus imperfecciones y errores. Pero, en este caso, sólo ayudaban a hacerlo más grande. Porque en aquella obra de arte todo encajaba y no importa que le hubieran cortado una hora o añadido otra, hubiera dejado siempre un regusto, un poso especial. La sensación de encontrarnos ante una pieza trascendente, casi metafísica, pero también instintiva. Una película en la que era tan importante el sudor y dudas de los personajes como el perverso monstruo. Y todo unido, creaba un espectáculo avasallador.
Ridley Scott consiguió algo realmente difícil: transmitir angustia y terror en el espacio. Sexualidad y soledad en medio de sofisticados decorados ultramodernos. Y no sólo conquistó el mundo de Lovecraft y lo hizo completamente suyo sino que lo rediseñó y lo condujo un paso más allá. Lo transformó en futurista, sacándolo de la nebulosa eterna donde yacía guardado.
Alien convertía el espacio en una selva llena de chillidos sangrientos. Una pesadilla extrema. Era una película que honraba los más de cien años de ciencia ficción como género. Ofreciendo una visión muy madura de los monstruos y extraterrestres. Aquel amenazante octavo pasajero era, desde luego, un ente tan destructivo y descorazonador como un cáncer. En cierto modo, era un gigantesco virus. Una enfermedad física caminando por una nave que era, a su vez, una especie de útero vagando solitario y desguarnecido por la galaxia, a imagen de la humanidad. Aquel alien, sí, era el miedo solidificado. Libre y suelto. El terror y el sinsentido inoculándose en el vientre de los humanos y estallando en mil pedazos dentro de una película tan cerebral y meditada como absolutamente visceral. Uno de esos raros saltos al vacío que satisfacen a los públicos más diversos a pesar de su desolador y escéptico mensaje.
Por otro lado, hay otras dos bandas sonoras de la saga alien que he escuchado bastante estos últimos días. Ambas sumamente interesantes. Me refiero a la de James Horner para Aliens el regreso y la de Marc Streitenfeld para Prometheus. La de Horner es verdaderamente perturbardora y obviamente, no puede escapar de la sombra de la de Goldmisth. Por lo que dialoga con ella y la cita y rememora, aunque es capaz de ir más allá. Consiguiendo incidir en la psicosis monstruosa y el constante desborde psíquico que supone adentrarse en el mundo alien. Y la de Streitenfeld es mucho más atmosférica. Es casi una excursión por un misterio aterrador. La preparación para un viaje nocturno infinito. Casi una transcripción del inconsciente oculto del espacio. Y, desde luego, encaja perfectamente con el tétrico mundo descrito en la trilogía del horror.
Todavía no he combinado, como acostumbro, una y otra, pero antes o después lo haré y hasta supongo que me animaré a escuchar las tres bandas sonoras mencionadas al mismo tiempo. Si se trata de llegar a un lugar ignoto para finalizar Puercos, sobra cualquier rienda. Shalam
إنَّ هَذا الشِّبْلَ مِنْ ذَلِكَ الأَسَدِ
La felicidad consiste casi siempre en saber engañarse
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