Creo que Abba es el grupo que más secretamente ha influenciado al pop contemporáneo. No es fácil encontrar bandas, compositores, DJ’s que los citen como epígonos en los que se apoyaron para levantar sus creaciones pero cada vez que escucho un disco lleno de melodías angelicales y envolventes sintetizadores, pienso en la banda sueca. Tal vez el grupo más perfecto desde los Beatles.
¡Ojo!. Perfecto no es sinónimo al menos para mí de ser el mejor y menos en el territorio de la música popular donde generalmente, las bandas sucias y desequilibradas han sido las que han conseguido crear las obras más majestuosas y perennes. Cuando digo perfecto me refiero a su asombrosa capacidad de crear sublimes composiciones de sonido excelso. Música que no desentonaría en los cielos y es lógico que suene en muchas bodas y celebraciones y generalmente, haga levantarse al público de sus asientos como lo hacía cada trallazo lanzado por la banda de Lennon y McCartney en su momento. El mérito de dar a luz singles memorables de una pegada instantánea que, a pesar de su aparente hedonismo y frivolidad, continúan perviviendo en la memoria colectiva con el paso de los años. Una manifestación de que tal vez eran más profundos y trascendentes de lo que podía pensarse en primera instancia y, desde luego, estaban producidos con tanto esmero que podían atravesar el transcurrir del tiempo sin problema alguno.
Abba fue un encuentro inverosímil entre el hippismo y la música disco. Una mezcla entre The Mamas and The Papas y Blondie. La sexualidad libre y la formal. Entre un póster de una revista de adolescentes, unos pantalones de campana y una tarta de cumpleaños. Entre el individualismo y el colectivismo. Una locura de múltiples colores que deleitaba a adultos y adolescentes por igual y consiguió transformarse durante varios años en un reflejo ideal, casi utópico de la música pop.
Sus canciones parecían producidas por Mozart, sus atuendos haber sido diseñados por los más finos estilistas y el indudable atractivo de su aspecto físico les hacía sumamente fotogénicos. Ideales para rellenar las paredes de cientos de habitaciones, aparecer en una revista de moda o pasar por actores de Hollywood con absoluta naturalidad.
Abba, vuelvo a repetirlo, eran perfectos y eran nórdicos. Vikingos, liberales y paganos. Capaces de realizar nudismo con trascendencia y hablar varios idiomas con una facilidad casi diabólica. Su imagen estaba a años luz de los grupos latinos de la época y miraba de refilón, con desparpajo, a cualquier banda anglosajona. Abba eran el reflejo de una de las sociedades más avanzadas de la época: la sueca. Tanto que había quienes pensaban que no eran reales. Que no componían sus canciones y no eran más que un invento bien meditado para ganar dinero. Algo lógico porque, en realidad, durante muchos año, fueron lo más parecido a un grupo de dibujos animados. El grupo ideal para protagonizar un biopic de éxito. Casi una broma que no dejaba lugar a la reflexión y la tristeza. Una bomba de felicidad y alegría. Una golosina. Una bolsa llena de caramelos. Una explosión de hormonas amorosas desplazándose por los oídos de los oyentes de medio mundo civilizado.
No obstante, los problemas maritales entre ambas parejas, (que terminaron propiciando sendos divorcios), fueron la horma del zapato de un proyecto ensoñador cuyo epílogo vino marcado por dos discos –Super Trouper y The visitors– realistas, con cierto aire pesimista, y muy maduros. Un fin de fiesta muy logrado que humanizó a la banda, hizo poner los pies en la tierra a sus seguidores y hubiera sido digno de haber sido llevado al cine por Ingmar Bergman. Quien por entonces estaba llevando a cabo una muy sutil exploración de la naturaleza de las relaciones amorosas en su cine y abordaba las separaciones de pareja con una mirada que hubiera sido muy relevante para los fans de Abba que, con tanta tristeza, lloraron el final de un grupo que parecía eterno. Inseparable. Indestructible. La viva imagen de la felicidad heterosexual y marital. Dioses nórdicos que componían increíbles canciones de cuatro o cinco minutos como quien respira, llevaron los arreglos orquestales a otro terreno y condujeron a tal nivel de precisión el arte pop que, aun y a pesar del tiempo que ha pasado desde su separación, sus discos no han perdido vigencia alguna. Continúan manteniéndose juveniles, brillantes y relucientes, casi como el vestido sin estrenar de una adolescente o unos zapatos sin usar, en medio de los cientos de crisis y explosiones que han terminado convirtiendo este mundo en un agujero oscuro muy alejado del que pintaba la banda sueca en la gran parte de sus canciones. Canciones que fueron la sublimación absoluta del espíritu juvenil de su época. Un cruce de anhelos y deseos masculinos y femeninos que transformó la música pop en una eterna primavera y los besos y caricias amorosas en la mejor excusa para componer arrolladoras sinfonías galácticas. Shalam
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