Mortal y rosa es uno de esos libros sobre los que es mejor guardar silencio. No comentarlos con nadie ni hacer reseña alguna. Uno de esos textos sagrados, escritos en rapto, frutos de la inspiración divina, a los que no conviene faltarles el respeto. Por lo que, en principio, creo más conveniente hablar de su hacedor: Francisco Umbral. Un enorme escritor cuya literatura muchas veces quedó en segundo plano debido al socarrón, soberbio y contradictorio personaje que con descaro, mimo y paciencia construyó. Un socialdemócrata de derechas tan cercano a los dandys y marqueses como a los obreros. Un burgués ilustrado de aspecto cosmopolita que tenía, sin embargo, una raíz carpetovetónica muy profunda. Un hombre que escribía artículos con el coraje y valentía del torero que confronta al toro sin capote ni espada y era, a su vez, un tímido de manual. Un señor que se escondía tras su ira. Una bomba de relojería emocional que podía estallar en cualquier momento y poseía un ojo clínico para describir a los personajes de los que se ocupaba. Ya que le bastaba con dos o tres frases y adjetivos para entronizarlos o desprestigiarlos para siempre. Ponerles un marco o colocarles un lazo y mandarlos a casa.
Sus intervenciones públicas eran imprevisibles. Se encontraban marcadas por su amplia cultura, su orgullo y una chulería adolescente (y señorial) que lo hacía tan incómodo como atractivo de entrevistar, siempre y cuando se tuviera en cuenta que era él quien marcaba las reglas. Pues era un hombre políticamente incorrecto, muy alejado de los intelectuales actuales. Todos esos sumisos adocenados que no cesan de sonreír, gastar bromas e intentan quedar bien con cuantas personas les es posible para no cerrarse ninguna puerta. Era alguien, en definitiva, sí, absolutamente inimitable tan difícil de domesticar como los gatos de los que solía rodearse. Un prosista corrosivo al que tal vez sólo podía comparársele, debido tanto a sus constantes imposturas y salidas de tono como al costumbrismo de ciertos aspectos de sus textos, con Camilo José Cela. Escritor al que probablemente envidiaba no tanto por su talento literario sino debido al Nobel de distancia que había entre ambos.
Sus artículos eran un espectáculo. Un auténtico terremoto literario lleno de ironía, sagacidad, impresionantes adjetivaciones y constantes sarpullidos y puñetazos dignos de Quevedo. Umbral no era exactamente un renovador del lenguaje pero tampoco alguien que se sintiera cómodo a la sombra de la tradición. Era un hombre que escarbaba dentro de la lengua hasta encontrar la frase que buscaba y que concebía el lenguaje como una tierra árida que la literatura debía regar diariamente. Era un abrillantador, un explorador lingüístico, casi un poeta, capaz de describir una mañana con el lirismo de Azorín, dotar de la nostalgia y desencanto de Larra a su prosa y ser, a la vez, tan sofisticado y moderno como un escritor francés.
Umbral era un sutil observador de la realidad, un caricaturista lleno de enojo y mala leche que lo mismo componía un párrafo cubista como recurría a los esperpentos de Valle Inclán para hablar de la Jet Set de Marbella, la Movida, el PSOE, los banqueros y la corrupción. Sin dejar de lado, en ningún caso, el casticismo. El ancestral rugido del alma hispánica escondido en los pueblos.
Mortal y Rosa es probablemente su mejor libro. Precisamente, porque no es un libro al uso. Más que un texto artístico, es una oración. Un testimonio bello y descarnado de un alma desangrada, angustiada por la más terrible de las pérdidas, que aun así, no perdía la compostura. Mantenía su sitio y desprendía elegancia entre páginas que, en manos de un escritor con menos talento, hubieran podido llenarse de tópicos.
Umbral comenzó a escribirlo, emocionado por el hijo que acababa de tener. Casi como un testimonio de su vida familiar. E inesperadamente, terminó convirtiéndose en un réquiem. Un funeral que muestra al Umbral más sincero y humano. Lo desnuda en medio de un diario literario que es tanto llanto como catarsis. Invocación y carta de despedida para un niño al que se le dedican párrafos llenos de angelicales, despiadadas, sangrientas metáforas en los que la lengua española se retuerce al compás de un alma que intenta asimilar el más duro golpe.
Umbral se convirtió aquí en un boxeador de la prosa. Demostró que se puede hablar de los sentimientos más íntimos sin ser cursi. Y por una vez, no luchó contra el presente sino contra la eternidad. No hizo un libro para conseguir ser el mejor entre sus contemporáneos sino para derrotar a la muerte. Ganarse un rincón en el mundo del arte para siempre.
En varias de las novelas de Umbral se siente que el argumento está al servicio del estilo. Que el escritor madrileño deseaba lucirse y más que contar una historia, necesitaba demostrarse a sí mismo y a los demás que era capaz de manejar la prosa como un hechicero y no había mejor prosista que él en la literatura española. Pero en Mortal y rosa ocurre lo contrario. Es el lenguaje el que se pone al servicio de la historia. De la memoria de un niño que, como todos los niños, debía haber enterrado a su padre y tuvo, al contrario, que ser depositado en la tumba por las manos secas y llenas de grietas de un hombre que hubiera preferido que su simiente vital se hubiera extinguido antes de narrar con tembloroso pulso esta tragedia. Shalam
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