Pozos de ambición no era una película sino un estado de ánimo y, sobre todo, un retrato de los ojos de un loco: Daniel Plainview. Los ojos de ese capitalismo que prefiere destruir el mundo antes que perder el mando. Los ojos de los desgraciados, los vagabundos al encontrar unas cuantas monedas de oro en el suelo. Y los ojos del dios Yahveh descendiendo a la tierra, exigiendo ser adorado por los hombres.
Toda Pozos de ambición se podía resumir en una escena. Un plano fijo y profundo directo al centro de los ojos de Daniel Plainview. Con esa escena bastaba para comprender el film. Lo que intentó realizar Paul Thomas Anderson. Porque esos ojos eran la ira, la ambición y, sobre todo, la cólera. Llevaban escritos en ellos años de frustración, dolor y humillaciones continuas. Las burlas y el resentimiento consecuentes al escarnio y el oprobio.
Daniel Plainview no era el ruido ni tampoco el daño. Era la locura. De hecho, a mi entender, es el gran loco del cine norteamericano de las últimas décadas. Ninguno desde el Jack Nicholson de El resplandor puede aproximarse a él. Robert de Niro, por ejemplo, en El cabo del miedo necesitaba de innumerables gestos y rictus, romper puertas y muscular el cuerpo en el gimnasio para ser convincente. En Scarface, Al Pacino se daba un festín de histrionismo y gestos chulescos. Los personajes de Tarantino por lo general no cesan de hablar y casi que danzan en los instantes previos a una matanza. El cine independiente se encuentra lleno de histéricos personajes inadaptados e inquietos que necesitan moverse sin cesar para reflejar sus muchas contradicciones, miedos, y agujeros internos. Pero a Paul Thomas Anderson le bastó con enfocar directamente los ojos de Daniel Plainview para transmitir las cavernas y abismos que hay más allá de los manicomios. Para hacernos comprender de un golpe que la locura total es sinónimo de soledad total.
Pozos de ambición no era, a mi entender, otro retrato más del sueño americano. Otro de esos dramas que describían el ascenso y caída de sus personajes. Era un lienzo, repito, sobre la locura. Una mirada profunda a un hombre más parecido a los lobos que a los seres humanos. Un hombre capaz de dar órdenes a dios y detener con sus manos rayos y truenos, cuyas pupilas eran doradas y negras porque únicamente reflejaban el brillo del oro y el del petroleo. Un alma rota que era una nueva reencarnación del capitán Ahab aunque, en este caso concreto, no moría en medio de los turbulentos océanos porque su locura era superior a su ansiedad y a sus deseos autodestructivos. De hecho, era superior absolutamente a todo. Incluso a sí mismo y a la cólera divina, tal y como reflejaba una mirada de hierro que preanunciaba el advenimiento de la tercera revelación y de la cuarta, la quinta y la octava. Porque pertenecía a un ángel capaz de matar a Dios y Satanás y llenar de oro el cielo y el infierno, imponiendo su yugo por el Universo en su totalidad. Un ser sin futuro ni pasado que, al fin y al cabo, era la viva imagen de aquellos inmigrantes, desheredados llegados a América para convertirse en sus señores o morir, los cuales no conocían más ley ni dueño ni sueño que la del fuego de su corazón. El horno en que se cocían los billetes de dolar, pasaporte al delirio absoluto. Shalam
إِذَا أَرَادَ اللَّهُ هَلاَكَ النَّمْلَةِ أَنْبَتَ لَهَا جَنَاحَيْنِ
La mayor desgracia de la juventud actual es ya no pertenecer a ella
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