Hoy estaré firmando ejemplares de El jardinero y Un reino oscuro a quien lo desee en la Fnac de Murcia de 5 a 8 de la tarde.

Como suelo hacer cuando llevo a cabo un acto de este tipo, dejo a continuación un pasaje de uno de los dos libros.

En este caso, de Un reino oscuro.

Concretamente, uno dedicado a Filippo Mario Visconti en el que utilizo al viejo señor para ilustrar el egoísmo, la locura y las paranoias entre las que viven algunos nobles y poderosos desde tiempos ancestrales.

Ahi lo dejo:

«Filippo Maria Visconti fue el último de los Visconti que gobernó Milán. Se rumorea que murió sin descendencia masculina porque, a los pocos días de haber nacido, ordenó ahogar en una pequeña palangana rebosante de agua caliente al único hijo que tuvo con Beatriz Lascaris. Por otra parte, a los que engendró con su segunda esposa, la ilustre María de Saboya, los asfixió en cuanto la matrona los puso en sus manos.

A causa de la historia sanguinaria de su familia, Filippo desconfiaba de la totalidad de sus afectos. Todos sus hermanos varones habían sido asesinados en cruentos actos cuando aún eran unos niños y el único superviviente, Giovanni Maria, había enloquecido tras el envenenamiento de su madre. A su alrededor, por tanto, no había más que crueldad. Continuamente recibía noticias de condes y duques degollados, sacerdotes mutilados y soldados que habían perdido piernas y brazos en guerras llevadas a cabo por reinos antaño prósperos, destruidos ahora por la ambición.

Durante años, varios de sus enemigos, como es el caso del conde de Carmagnola o el papa Martín V, se encargaron, a modo de intimidación, de hacerle llegar cofres conteniendo los ojos y el corazón de nobles derrocados. Muchos de ellos asesinados, a los pocos minutos de haberjurado defender su cargo, generalmente por alguien de su familia: un hermano, el hijo de un hermano, un tío, el hijo de un tío, un primo, un abuelo, la esposa de un tío, la amante de un primo o las futuras prometidas de sus hijos y nietos.

Lógicamente, en la fortaleza que Filippo poseía en Porta Giovia (Milán) solo existía tensión. No había allí más que negras sospechas y oscuridad. Las paredes de todas las habitaciones se encontraban llenas de aguje­ros ocultos, trampas ocultas y desfiladeros ocultos. Y en cada uno de los salones, pasillos y corredores sobresalían una infinidad de oblicuos espejos colocados estratégicamente para intentar percibir una mirada arisca, un movimiento de manos extraño o una leve y amenazante insinuación por sorpresa.

Filippo Maria tenía prohibido ingerir cualquier alimento sin que sus lugartenientes hubieran comprobado previamente si se encontraba envenenado. Su copa de vino debía ser repasada desde los bordes hasta su base no una, sino varias veces. Antes y después de haber bebido de ella. Antes de limpiarla, mientras era limpiada y después de haber sido limpiada. Al introducirla en un armario y al sacarla del armario. Cuando era utilizada y cuando no lo era. Y eso mismo había de hacerse con todos los platos, tenedores, cuchillos y vasos y también con el agua, con las sábanas de su cama, cotipo de negra con las cortinas del comedor, con los cofres, con las capas y con cada una de sus camisas.

No existía fortificación donde fuera posible hallar más dagas y sables que en la de Filippo, pero tampoco donde hubiera más armas envainadas, porque bastaba que un puñal sobresaliera levemente entre el traje o uniforme de uno de sus súbditos para que ese desgraciado fuera considerado culpable de las más terribles traiciones y, de inmediato, conducido a una frecuentada sala de torturas.

La aprensión de Filippo Maria era tan grande que había días que no se escuchaba un solo ruido en ninguno de los pasillos y corredores de su fortaleza. De tanto en tanto se oían los graznidos de un cisne negro y unas tristes y oscuras notas de un arpa gótica repiqueteando en algunas de sus vacías habitaciones y poco más. En su palacio reinaba una atmósfera de enorme decaimiento y peligro constante. Nadie paseaba por los jardines y los cortesanos no se dirigían la palabra entre ellos. En una ocasión, sin embargo, un panadero y un carpintero se detuvieron en medio de un interminable corredor y comenzaron a dialogar amigablemente. Aunque tal vez, en realidad, tan sólo se saludaron. Según parece, eran viejos amigos y probablemente no hicieron más que preguntarse por la salud de sus esposas antes de pasar de largo. Pero lo cierto es que su gesto provocó un inmenso estupor en aquellos cerrados dominios. Un aullido incontrolable. Nadie a su alrededor sabía cómo reaccionar ni qué estaba sucediendo y, pronto, decenas de personas merodeaban asustadas alrededor del salón de Filippo Maria. Quien, cuando supo la noticia, atónito, ni ordenó ejecutar a sus dos súbditos ni premiarlos con alúgno tipo de negra condecoración, sino que se introdujo aún más en las sombras. Desapareció durante varios días como si el sol le hubiera provocado una urticaria y la oscuridad lo hubiera vencido definitivamente.

Una semana después, su cuerpo yacía vestido de gala y sin vida sobre los negros mantos de su lecho. Filippo Maria se había suicidado disolviendo varias gotas de arsénico en agua. En su pecho descansaba el escudo de Armas de los Visconti y en su brazo derecho su espada, como si ambos blasones pudieran ayudarle a abrirse camino en los diabólicos abismos en los que había de adentrarse. En la mesilla de noche se hallaban escritos de su puño y letra los primeros versos del Infierno de Dante». Shalam

الغابات تسبق الحضارات، والصحاري تتبعها

Los bosques preceden a las civilizaciones, los desiertos las siguen