Argus es una frontera crepuscular, agónica y épica. Una especie de epílogo al rock psicodélico y progresivo que ejerce de cima de ambos estilos (sobre todo, del segundo). Una obra ideal para contemplar cómo se va ocultando el sol. Un disco de atardeceres y anocheceres en el que se siente el ocaso del hippismo mientras, a lo lejos, se otean unos nubarrones que anuncian la llegada de una futura tormenta: el punk.
Argus es un disco pesimista -que no nihilista-. Una instantánea sonora de lo que fue el Imperio Romano (¡qué portada más mágica!) dos siglos antes de su derrumbe. La vida corriendo a través de dos guitarras que, conscientes de que no pueden hacer demasiado por detener el rumbo del mundo, se entretienen dialogando, jugando entre ellas. Parecen abejas risueñas. Ávidas de hurgar en los oídos del oyente como si fueran panales de miel. Cosquillas en la barriga de mujeres excitadas o risas de niñas un poquillo histéricas. Y, de algún modo, también parecen, a veces, saxofones buscándose en medio de una performance jazzística, cabellos sueltos enredándose en un cuelgue psicodélico y el humo de la marihuana disolviéndose lentamente en los pulmones de varios jóvenes.
Argus, sí, repito, es un disco escéptico. Hay cierta tristeza en él como nostalgia y melancolía. Pero también deseos de atravesar una época. Ir hacia delante. Por lo que, en gran medida, es un disco que justifica el hippismo.El cruce en mitad de una campiña inglesa entre Iron Butterfly y Yes. El Birth of the Cool de la era Woodstock. O mejor dicho, el disco que podrían haber grabado Grateful Dead o Nick Drake inspirándose en Miles Davis. Un terremoto progresivo suave y sofisticado lleno de mensajes pacifistas que ya se intuye que no servirán de mucho. Es una obra en la que el folk y el blues toman juntos varios tragos de wiksky en un bar del Medio Oeste americano. Y la música avanza hacia delante en medio de la guerra fría y el continuo desarrollo tecnológico, creando un oasis de utopía y paz que, no obstante, mira con cierta precaución, prevención al futuro. Busca exprimir al límite la vida. Y posee a la vez ese mínimo toque terreno y decadente sin el cual el arte no muerde.
Argus es, sí, una especie de improvisación vanguardista que busca perderse en el cosmos y ascender a los cielos pero, al mismo tiempo, es muy consciente de la caída. Del futuro descenso. Y por eso es un disco clásico. Sucio e idealista a la vez. Una excursión a un país de las maravillas borroso. Un funeral en memoria de los sueños de libertad comunitaria realizado en mitad de una montaña. Una resaca de ácido que, no obstante, debido a la capacidad de reflexión y madurez de estos extraordinarios músicos se convierte en más expansiva y vibrante que los momentos más álgidos de la ingestión de la droga. En definitiva, es una especie de opúsculo sonoro realizado bajo un pedestal en el que dos estatuas de Julio César y Octavio Augusto miran de frente a una efigie del último de los emperadores del Imperio Romano de Occidente: Rómulo Augústulo. Shalam
No hay demasiados músicos de rock vivos (ni muertos) tan grandes como Ozzy Osbourne. Aunque, en su caso, no me parece exactamente ajustado definirlo...
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