David Lee Roth no es exactamente un músico. Es un bicho loco. Un cruce entre un playboy, un dibujo animado borracho, un actor de cine y un showman de Las Vegas. Alguien empeñado en vivir la vida como si no hubiera mañana. Pura energía sexual. De hecho, más que un artista al uso, David parece agosto. Un mes donde para buena parte del mundo occidental, el debate más importante es si entrar al agua o no. O si los michelines son los suficientemente escasos como para sentirnos cómodos en bañador.
Creo que el día en que David grabe un disco con sus monólogos, entrevistas o ideas y vivencias más salvajes, ese será su mejor disco. La obra que dará sentido a toda su vida. Pues a una personalidad tan divertida y excéntrica como la suya tan sólo le ha faltado en su carrera, combinar su talento circense y sus inquietudes musicales con la stand-up comedy. Crear el show total. Una incendiaria y divertida performance en la que, entre solos fantasmagóricos de Van Halen, opacos susurros de Dean Martin y Elvis Presley e imágenes en blanco y negro de viejos clásicos cinematográficos, se dedicara a hacer todo aquello que le viniera en gana sin un guión previo muy claro: boxear, bailar, cantar y, sobre todo, contar historias y anécdotas. Haciendo saltar por los aires los recuerdos que tenemos de Saturday night live y removerse de su tumba a James Brown, Frank Sinatra, Jerry Lewis, Dean Martin y Groucho Marx.
David Lee Roth es un antidepresivo muy eficaz y una inyección de energía. Soul rockero mezclado con humo de tabaco y contagioso entusiasmo. Una mezcla entre Bruce Lee y Robert Plant, Roger y Jessica Rabbit, Mick Jagger y el Hombre Araña. Un artista que para manejarse a su antojo en el escenario, estudió tanto los musicales de Broadway como las películas de Kung Fu, el hula hula hawaiano y los explosivos juegos de piernas de Muhammad Ali, no puede ser, desde luego aburrido. De hecho, logró tanto con Van Halen como durante su carrera en solitario ser una combinación entre una explosión de hormonas adolescente, la bohemia callejera, una excursión por la mansión Playboy, las enormes olas de las playas de California, dos o tres Martinis, un bikini caído y casi que un ritmo zulú. Acompañando con su voz riffs de guitarra salvajes que parecían hechos para demostrar que lo más inteligente que podemos hacer antes de la absoluta autodestrucción, es follar. Saltar y saltar los más alto que nos sea posible; tal y como hacía David en conciertos que parecían sesiones de gimnasio en una piscina o cumpleaños masivos.
Probablemente, David sea el cruce perfecto entre un salvaje africano y un gigoló americano. Un millonario descerebrado y un fino e inteligente señor de clase media. Pero de lo que no caben dudas es de que es pura historia del rock. Porque le bastó un chillido, pasearse por un escenario de punta a punta, acariciándose los labios, para hacer olvidar a sus compatriotas los traumas de la guerra de Vietnam, y mandar a la prehistoria el crack del 29. Y con un solo de sus chistes, logró dibujar una sonrisa en esa Norteamérica espectral, casi terrorífica, sumida en esa pesadilla, o más bien, delirio capitalista, que retratan tan bien tanto los discos de Kiss y Alice Cooper de los años 70 del pasado siglo como Tiburón, el primer Viernes 13 y, desde luego, algunas de las mágicas y, en ocasiones, misteriosas atmósferas que aparecen en los discos de Van Halen. Discos que guardan muchos más secretos en su interior de lo que parece a primera vista. De hecho, poseen una magia especial. Remiten a excursiones de adolescentes en campings, playas repletas de buscavidas, hombres y mujeres que han vendido su alma al diablo por unos cuantos miles de dolares, y a desvirgamientos tristes e intensos. En suma, divertimento sin freno que no puede ocultar un alto grado de esquizofrenia social.
No hay dudas de que sin David, el mundo sería mucho más aburrido. Pues este señor es un espectáculo andante. Muy probablemente, fue amamantado por la luna y creció empeñado en convertir la realidad en un cómic o un diálogo de Cantinflas y Jack Lemmon. Obsesionado con convertirse tanto en el Gordo como en el Flaco. El animal más bello contemplado en una pantalla de televisión desde Marilyn Monroe. Aunque, ante todo, es dueño de una brillante y diabólica mente que estoy convencido de que si algún escritor fuera capaz de transformar en un relato literario, sería una mezcla entre una novela de David Foster Wallace y un cuento de Mario Levrero. Un texto en el que, en vez de conejos y freakies drogados, aparecerían de todas partes, mujeres desnudas interpretando una versión alucinada y nocturna del Criying de Roy Orbison y Joe Melson. Shalam
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