Las librerías son lugares realmente especiales. Al introducirse en una de ellas, se escuchan constantemente ecos y voces. Algo que sucede en muy pocos lugares. Hasta hace muy pocos años, esto también ocurría, por ejemplo, en las tiendas de discos. Exactamente, hasta el comienzo de la era internet. Pero ahora únicamente me ocurre al penetrar en estos misteriosos antros. Ni tan siquiera los museos son comparables porque en las librerías, las voces se encuentran revueltas y en libertad simulando la vida. En ellas, de hecho, conviven clásicos con novedades olvidables y autores raros y modernos con absoluta naturalidad. Además, muchos de los libros contenidos en sus anaqueles parecen haber llegado allá por algún oscuro azar o sortilegio mágico al contrario que en los museos donde se percibe que todos los objetos han sufrido una rigurosa evaluación. Se han visto sometidos a la fuerza y rigor del canon.
Un librero no es tanto un examinador como un proveedor. Más un consejero que un dictaminador pues al ser, en esencia, un comerciante le sirven tanto las ventas de un libro viejo como las de uno nuevo, tanto las de uno bueno como las de uno malo. Y por ello, no tiende a discriminar sino a aceptar. A ser inclusivo y no exclusivo por más que tenga unos determinados gustos o que no comulgue con algunos de los textos vendidos.
No entiendo bien la razón pero creo que esta breve reflexión se adapta bastante bien a la última librería de la que hablaré por el momento: La montaña mágica. Un lugar abierto recientemente donde existe cierta fricción o tensión sumamente interesante puesto que se percibe que el librero, Vicente Velasco, entiende la literatura, el mundo de los libros, como algo pecaminoso y oscuro. Aparentemente, se muestra ufano, educado y amable al venderlos pero no le es posible esconder la excitación que siente por tener la posibilidad de hacer llegar textos al público en general que pueden fracturar su mente y espíritu.
En La montaña mágica, al compra un libro parece que se está adquiriendo droga. Una sustancia prohibida. Se siente además, entre sus paredes, cierto vaivén emocional. Riesgo. Que los anaqueles se pueden venir abajo en cualquier momento. Existe, sí, la conciencia de que los libros son peligrosos. Tanto como el rock pudo serlo durante un tiempo. Aquellas épocas en las que Mick Jagger cantaba medio desnudo las andanzas de una prostituta negra, Iggy Pop se cortaba la mano con un vidrio roto en medio de un atronador vendaval de ruido o el marqués de Sade se masturbaba en medio de un salón lleno de espejos.
Orgías, drogas, odios, muertes. El conde de Lautreamont volando sobre una colina con los ojos ensangrentados. Rimbaud quitándose los pelos a tirones uno a uno. Virginia Woolf suplicando que le pongan un cinturón de castidad en las puerta de un convento nevado. Todo sucede en los libros con una violencia tal que podría destruir de un solo roce el traje (o caparazón) con el que los burgueses se protegen.
Es precisamente la conciencia que proporciona este saber lo que provoca que vender un libro sea algo adictivo. Casi una experiencia mística. Un acto demoníaco o maligno, según las definiciones de la literatura dadas por Georges Bataille que cobran todo su sentido en ciudades como Cartagena, tan parecidas a esos pueblos recónditos franceses llenos de hipocresía y rencor excelentemente descritos por Claude Chabrol en su cine.
En La Montaña Mágica los libros son puertas. Refugio de moribundos castigados por la pena y el dolor. Pasadizos que abren las compuertas de iglesias medievales. Son llaves que dan paso a sótanos repletos de lienzos ensangrentados donde una bruja emite chillidos sin descanso. Y también son espadas cercenando la cabeza de buitres y cuervos.
En La montaña mágica se sabe que la violencia es el tema central de la literatura. Y también el sexo negro y pervertido. La lucha por destrozar al poder y revelar las mentiras de la ley y el orden. Y por eso, hay un círculo rojo rodeando a una estrella vuelta del revés en el suelo de la librería. Un signo que indica que quien penetre allí, ha de dejar de lado su pasado y olvidarse de su futuro. Tiene que estar preparado para morir y lacerar su alma. Básicamente, porque los libros, los verdaderos libros, son una condena. Un látigo resquebrajando una piel. Un ritual expiatorio. El funeral de la inocencia y la niñez. Son, sí, pliegues que muestran con claridad meridiana que el rostro de dios y el del diablo son idénticos. Algo que en La montaña mágica se percibe con rotunda claridad.
En La montaña mágica se suelen hacer presentaciones de libros. Muchas. Pero da la impresión de que no son demasiadas. Porque allí, el escritor es un asesino. La pluma es su puñal y su palabra, la muerte.
Creo que la ciudad de Cartagena todavía no sabe bien qué local tiene abierto entre sus calles. Un recinto crepuscular y decadente que, a pesar de su limpieza y aparente pulcritud, podría ser el germen de futuros crímenes y delirios además de nuevas tormentas porque La montaña mágica tiene principalmente un objetivo: arder. Ser quemada en medio de una plaza, como si fuera una vieja loca y pérfida entre improperios y un festival de insultos. Aunque para que esto ocurra, antes tendrán que ocurrir una serie de hechos: deberá leerse a Thomas Bernhard en voz alta ante decenas de niños atados. Deberán servirse fragmentos de versos antiguos incrustados en medio de alimentos. Y deberá convocarse un nuevo cónclave donde trazar un plan para destruir la ciudad.
En realidad, probablemente me equivoqué anteriormente al sugerir el objetivo de la librería. Dije, sí, que era arder pero me atrevo a indicar que, verdaderamente, su meta consiste en aniquilar todos los cimientos de la moral para que reinen el arte, y más en concreto, la literatura, la poesía, la palabra y, sobre todo, el silencio para siempre y jamás. Shalam
إِنَّ الشَّقِيَ بِكُلِّ حَبْلٍ يَخْتَنِقُ
Bien ronca quien no tiene cuidado de que le muerdan
0 comentarios