Los fracasados son mucho más peligrosos que los vencedores. Sobre todo, porque no suelen confiar en la vida. Lo que no permite, a su vez, confiar en ellos.
Existe en las víctimas (no forzadas) cierta tendencia a culpabilizar a los demás de sus penurias. En ocasiones, probablemente posean razón pero no siempre porque casi todas ellas encuentran cierta felicidad en la repetición de su desdicha. Por lo que sienten una amplia obsesión por la melancolía y el ocaso y llegan incluso a hallar felicidad en la derrota.
Este es el caso de muchos países del área hispanoamericana, africana o asiática. Sociedades en las que la justicia nunca ha imperado y que se han visto sometidas a tantas humillaciones históricas que la única regla segura de convivencia en ellas es la corrupción. Un hecho que enrarece su atmósfera pero supongo que también dota de cierta seguridad a los ciudadanos, conscientes de que la derrota, el fracaso, el dolor siempre vuelven y son inevitables. Que la matanza no es algo excepcional sino seguro y se ha convertido, por tanto, casi en un recuerdo confortable y memorable.
Creo, por otra parte, que en esa infabilidad del fracaso radica, en gran medida, la fuerza de muchos de esos países. Lugares donde no existe la redención y el crimen es incentivado. Forma parte del paisaje cotidiano. Es un utensilio más. Casi un objeto de decoración sin el cual el lienzo de la realidad no se encuentra concluido.
La lógica del poder posee una serie de pautas claras en aquellas naciones: al trabajador o se le humilla o se le utiliza. Se le veja o se le manipula. Es decir; o bien se le pagan sueldos de miseria por sus constantes esfuerzos o bien se aprovechan sus deseos de salir de su cruenta situación para introducirlo en negocios turbios donde si por un lado su vida puede acabar prematuramente, por otro puede enriquecerse y solventar sus problemas económicos de golpe. Razón por la que el éxito siempre parece artificial o producto de una serie de casualidades vinculadas muchas veces a la herencia familiar o el latrocinio -tráfico de armas, marfil, caucho o drogas- en aquellos parajes.
Obviamente, que el desarrollo del individuo en aquellos lodazales es posible. Personas inmaculadas las hay tal vez por una suerte de inteligencia, saber estar y condiciones familiares y económicas inapelables o al menos, muy beneficiosas. Pero, por lo general, un ciudadano medio encuentra tantas dificultades para obtener lo básico y necesario que lo más lógico es que acabe disfrutando del mal ajeno y propio. Que haga un arte de su derrota y se vea sometido a un imperativo: conseguir que nadie que le rodee, sobresalga.
En realidad, sí, el fracaso nunca es personal. Siempre es colectivo. Eso es lo que enseñan estos países. Que la impotencia puede generar tanto odio como la envidia o el rencor. Y que la frustración es la semilla del horror y de la guerra visceral. Además de una condena perpetua que ata al dolor y a la lástima. A la inanidad y a la violencia más frenética. Shalam
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