Debido a un interminable papeleo que debo rellenar, me doy cuenta de que apenas he leído un libro durante una semana. Verdadera novedad en mi vida. Aunque no importa demasiado porque los momentos muertos de estos ajetreados días los han ocupado la voz de Mark Lanegan y decenas de riffs de guitarra interpretados por la banda de los hermanos Robinson, Black Crowes. Discos realizados con el espíritu de los viejos bluesmen y con los pies puestos en la canción fronteriza y sureña. Una mezcla entre la liturgia eclesiástica, rock desolado y bravo y la música para presos. Un recuerdo a viejos forajidos y a los años en que el Oeste era aún una tierra salvaje. Esa época en que quien elevaba la vista y contemplaba un paisaje es muy poco probable que encontrara un cable, un poste metálico o viera desvanecerse a lo lejos el humo procedente de un vehículo o una chimenea.
Encuentro lógico que con estas sinfonías agrestes tenga alimento más que suficiente para calentar mi alma. Dejar hervir el corazón en el centro del caldero faústico. Tanto Mark lanegan como Black Crowes dan vueltas a una misma idea, un mismo acorde durante innumerables ocasiones con el objetivo de componer salmos espirituales que homenajean a los aventureros, cuatreros y bandidos al tiempo que saldan cuentas con los artistas gospel. Tanta es la porosidad, por cierto, de estas composiciones que he sentido hace unos minutos unos intensos deseos de fumarme un cigarrillo de marihuana. Llenarme los pulmones de aire envenenado y tumbarme sobre una hamaca a contemplar el cielo estrellado mexicano. Dejarme mecer por los astros naturales y realizar un viaje interior a medida que los ladridos de los perros se confundían con la voz de cualquiera de los músicos antes citados.
Ayer por cierto, leí un texto muy sugerente sobre Oriente y Occidente donde se aludía a esta y otras drogas similares. Indicaba allí Paul Bowles que si una cultura desea occidentalizarse, primero tiene que renunciar al hachís y si, por el contrario, desea aislarse y negarse a seguir el ritmo marcado desde el poder, debe reemplazar el alcohol por el cannabis. Reflexión que además de sugestiva, en parte comparto. Desde luego, la ingestión de alcohol no ayuda a la insumisión mientras que la de marihuana o hachís nos permite crear nuestro propio tiempo. Nos transporta a otro plano de la realidad y, en gran medida, potencia nuestra introversión y capacidad de observación. Creo que esa es la verdadera razón por la que estas substancias no se encuentran liberadas en Occidente. Porque son antitéticas absolutamente del capitalismo. Chocan con sus prédicas. Con su deseo de que participemos aunque sea mínimamente en los rituales de consumo cotidiano a los que nos invita. Al fin y al cabo, el capitalismo construye constantemente máquinas. Teme quedarse sin falo. Castrarse. Siente pánico de no poder follarse al mundo a su antojo y cuando y cómo lo desee. Y la pasividad que aportan el hachís y la marihuana no es permisible para el poder. Se parece a la del lector de libros clásicos. Un tormentoso y esquivo apuñalamiento al pecho de las corporaciones económicas.
He tenido experiencias de todo tipo en mi consumo de cannabis. Algunas buenas y otras malas. Pero por lo general, siempre me he bañado en ciertas olas de misticismo cuando lo he introducido en mis pulmones. De hecho, más que un acto de rebeldía, fumar marihuana se me antoja parecido a la posibilidad de orar. Rezar pero no en una iglesia sino ante el mundo descubierto o la naturaleza. Supongo que esto es lo que irrita a los catequistas y lacayos del sistema. Que quien la fuma queda absorbido por su propio mundo. Abole el deseo. Accede durante unos segundos a un tiempo eterno donde le es revelado con meridiana claridad el rostro de los carceleros del infierno. Quien la degusta suavemente entre sus labios y deja que sus semillas se extiendan por su boca y garganta, por lo general, deja de correr para conquistar una colina. Se sienta sobre la falda del monte a contemplar la lejanía. No respeta horarios. Imagina aquello que él anhela. Se vuelve pasivo. Y baila internamente. Buscando reflejos del tiempo en visiones profundas que no transmiten certeza alguna. Se disuelven como el humo o el movimiento de las serpientes sin un objetivo aparente. Prendiendo la llama de la confusión hasta disolver el ego de quien las degusta entre vapores y sueños.
Placeres todos ellos que se encuentran penalizados en esta robótica sociedad repleta de perros hambrientos por competir o conquistar una nuevo paraje. Un horizonte que no interesa al consumidor habitual de estas substancias. Al que no ha de importarle que los riffs de guitarra se repitan, o escuchar una y otra vez la misma canción, teniendo en cuenta que es una expresión divina y no es necesario buscar aquí y allá para sentir el aliento de los ángeles y demonios en el corazón. Basta de hecho con sentarse a no hacer nada. Retozar como un bebé por el campo. Pues es suficiente con una sola melodía, un solo acorde, un único recuerdo, la mirada de un solo amante o la contemplación de una sola puesta de sol para encontrar un sentido y un significado total y absoluto a la vida. Escuchar sus rugidos y penetrar en su vientre, como en cierto modo hacen Black Crowes y Mark Lanegan con esa insistente repetición de acordes y tonos vocales que disuelven nuestra conciencia en decenas de rodajas de blues y pedazos de sucio soul hasta arrastrarnos por los parajes del desierto. Haciéndonos comprender el secreto lenguaje que hablan los beduinos y los emisarios del rock. La secreta búsqueda que los hermana. El sentido que para ellos tiene la palabra libertad. Shalam
وعاد بِخُفّيْ حُنيْن
Te fascina de repente, te rindes repentinamente
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