Hace tan sólo cuatro días tuve el honor de presentar el libro Martillo en la ciudad de Cartagena. Lamentablemente, por los compromisos y papeleos que tuve que resolver durante la semana, apenas pude preparar mi texto y acto de presentación y me conformé con que saliera algo decente. Sin estar satisfecho absolutamente del escrito surgido, sí me parece lo suficientemente interesante para dejar testimonio del mismo en avería y así lo hago. Un abrazo a todos los presentes y no presentes en esta gran noche:
La presentación del martillo.
El jueves 10 de julio durante el que Abdel Halim presentó Martillo en la ciudad de Marrakech había amanecido lluvioso. Las nubes entumecían el ambiente como era habitual en aquella fortificación que el virrey de Bagdad denominara la espumosa por las continuas lluvias y conchas de agua que cercaban sus calles y hacían inútiles los esfuerzos de sus habitantes por cumplir sus compromisos y llevar a cabo sus tareas laborales con regularidad. Todas las relaciones humanas se veían afectadas por las abundantes aguas del verano. Y las gentes no tenían otra opción para huir del frío que refugiarse en sus casas o en los bares. Alejarse de las calles, evitando las bajas temperaturas que forjaban escarchas continuas de hielo en las calles de El Cairo. Tal vez por ello, la asistencia a la presentación de aquel Martillo, forjado con vigor en los hornos de Asgard por enanos cuyo poder era temible para el mismísmo Thor, fue abundante y prácticamente no faltó ninguno de los grandes amigos de Abdel Halim en aquel acto. A todos ellos, el místico árabe se refirió con suma educación agradeciéndoles encontrarse allí.
En concreto, aquella noche quiso hacer mención especial a José García González, aquel muchacho con el que había realizado durante toda su adolescencia ejercicios espirituales y tomado té abundantes veces mientras jugaban al ajedrez hasta altas horas de la madrugada en los cafés y comían las naranjas que retiraban de los árboles florecidos en primavera, puesto que llevaba muchos años sin verlo y quería al menos tener este recordatorio para él.
«Los árabes son muy detallistas», dijo en voz alta. «Intentamos que las personas que nos visitan se sientan como en casa, los agasajamos y sufrimos si no los vemos conformes y contentos. Para nosotros el mayor halago es saber que nuestros invitados son felices». Y probablemente por ello, Abdel Halim comenzó a saludar a todos los asistentes a su recital poético con un movimiento de mano pausado y afectuoso como era habitual entre los habitantes de la ciudad de Isahuira. Hay que mencionar que esa noche hacía demasiada humedad y como Abdel Halim no quería que nadie palpara sus sudorosas manos, se conformó con saludar a los presentes desde lo alto de una mesa con forma de medina en la que leía sus versos, moviendo los dedos índice y angular como si fuera a formar el signo de kish. Aquel diabólico símbolo que muchos de los protagonistas del libro Martillo realizaban sin cesar en su transcurso. Tal vez porque la novela estaba repleta de seres malvados, gentes cargadas de egoísmo y avariciosas que buscaban morder la yugular de su vecino como habitualmente ocurre en el mundo actual.
En cualquier caso, muy pronto y ante el peligro de abordar temas políticos y sociales como la hambruna y crisis que cercaba a los habitantes de Bassora por la voracidad de los sultanes y el mal manejo de las arcas llevado a cabo por los mercaderes, Abdel Halim quiso cambiar de tema. Además, justo en ese momento, un pájaro, acaso un gorrión, que había salido de un cofre de bronce que llevaba una muchacha morena con ojos negros, volaba por toda la sala y no paraba de piar insistentemente. Y cuando Abdul Halim miró de frente al ave, percibió que sus ojos eran muy parecidos a los suyos. Lo que lo dejó intrigado. Le hizo sospechar que tal vez él no fuera Abdel Halim sino ese gorrión como puede que ese gorrión fuera Alejandro Hermosilla. Aquel señorito burgués nacido en la ciudad de Cartagena que continuamente despotricaba contra los políticos españoles y confesaba sin rubor lo mucho que le agradaría con suma delicadeza cortarles el cuello en una guillotina bien afilada y a continuación, con gran dulzura y suavidad despellejarles lentamente la piel para que no se atragantaran los perros cuando comieran sus restos.
En realidad, hay que reconocer, dijo Alejandro Hermosilla, cuya voz emergió del fondo de la garganta de Abdel Halim, que él tampoco sabía bien qué estaba sucediendo. ¿Era aquello una presentación o un recital poético? ¿Quién lo sabe?
Había momentos en los que se sentía Abdel Halim, otros, él mismo y a veces, esa ave que volaba y piaba sin cesar entre los asistentes a su recital. Un ave que sólo veía él al igual que únicamente don Quijote contempló aquellos gigantes y genios peligrosos contra los que luchó toda su vida. «¿Estaré loco?», se preguntó Alejandro Hermosilla. «¿Quién lo sabe? Desde luego, no yo», dijo con naturalidad a los asistentes a la presentación de su libro antes de confesar lo feliz que se encontraba de estar entre ellos. Al fin y al cabo, estaba presentando una novela. Un paso muy importante porque como sabía Abdel Halim, cuando uno no es conocido en Arabia, a los tuaregs les cuesta prestarnos atención y ofrecernos su jaima para dormir en el desierto. Razón de más para sonreír de oreja a oreja y compartir el té con sus hermanos árabes.
¿Cómo no iba a sentirse así? Había sido un placer tanto escribir Martillo como publicarlo, pensarlo y sufrirlo mientras lo urdía gozando y disfrutando de los problemas que la novela le iba presentando. Una novela que había terminado en cuatro meses y que se había decidido a realizar porque no quería morirse sin escribir una obra que se titulara Martillo sin importar en absoluto el contenido. Lo que no quiere decir que lo hubiera descuidado.
¿Qué qué era Martillo? Abdel Halim podía haber respondido con palabras tópicas pero no lo hizo. Pues su fidelidad al Corán no le permitía mentir. Por lo que confesó a sus hermanos de fe allí presentes que era una novela muy sencilla de leer. Sin complejidad alguna. Como decía en su solapa, Martillo era un espejo absolutamente compacto en el que cualquier lector podía contemplar su rostro a la perfección y adentrarse en una historia de amor inmemorial entre una princesa malaya y un sultán musulmán que moverá cielo y tierra por besar a su enamorada. Había además, pequeñas historias que a la manera de las cajas chinas se unían unas con otras. En una de ellas, un muchacho llamado Alejandro Hermosilla que presentaba su libro Martillo en una ciudad occidental llamada Cartagena sufría un desmayo mientras luchaba contra un efrit rojo con un rabo inmenso que se introducía por la garganta cientos de veces y por odio y temor, lo conducía a la antigua fortaleza de Ubar.
Una edificación cristiana situada en un desierto centroeuropeo dominada por un jardinero que no cesa de reír y controla a un grupo de condes haciéndoles comer pienso de vaca con un látigo mientras cientos de fantasmas caminan libres por los calabozos y pasadizos de aquellos territorios. Y también había barcos piratas y hombres pantera como mujeres león y panaderos, sastres y pescadores que viajaban en alfombras persas y luchaban contra efrits por recuperar los anillos con los que los antiguos visires fundaron la Arabia inmortal. Pues al fin y al cabo, la novela Martillo, dijo Abdel Halim, era un homenaje a Las 1001 noches. El libro que cambió la forma de pensar de todo Occidente, precipitando el advenimiento del romanticismo. Una obra de arte que debería ser de obligatoria lectura en todo Occidente para acabar con el racismo. Un mercado de especias interminable de donde entre pañuelos de seda, pedrerías de todos los colores, cojines de los más diversos tamaños y jarrones de oro, plata y cristal, aparecen genios que surgen del mar, lámparas maravillosas, muchachas de una belleza sin par cuyas palabras enamoran, peces que lloran como seres humanos, mujeres que combaten con la fuerza de un león, príncipes cegados por la envidia, eunucos o músicos delicados a quienes se les cortan los dedos por error.
En fin, Abdel Halim confesó que no deseaba hacerse pesado y que creía que estaba llegando el momento de terminar su discurso. Aunque se resistía a ello. Puesto que, sin dudas, era un placer hablar del libro árabe Martillo. Sentía de hecho tanta satisfacción al hacerlo como la que experimentan los beduinos al caminar por el desierto o los camellos cuando beben agua tras varios días sin hacerlo. Su único problema no era otro que se veía obligado a compartir el gozo con Alejandro Hermosilla. De hecho, conforme el recital poético Martillo continuaba y la luna menguante lucía en el horizonte de la ciudad de Tanger, la mitad de la cara de Abdel Halim se había transformado en la de Alejandro Hermosilla como la mitad de la de Alejandro Hermosilla en la de Abdel Halim. Y llegados a este límite, ambos emprendieron una lucha para certificar quién se quedaría con el Martillo que los presentes contemplaron expectantes.
Abdel Halim se transformó en una pantera y luego en un mono y más tarde en un tigre y Alejandro Hermosilla en un perro y luego un león y después en un rinoceronte. Se mordieron mutuamente varias veces en su cuerpo y se hicieron heridas tan profundas como dolorosas hasta que, aprovechando un descuido de Abdel Halim porque el imán había llamado a la oración desde la medina de Fez-Elsauhid, Alejandro Hermosilla -ahora transformado en un buitre- le rajó los ojos con sus garras, le sacó la lengua con su pico y le arrancó el corazón que chupó con su lengua relamiéndose en él hasta que se transformó en un pájaro al que de un soplido Alejandro Hermosilla dio vida. Ocurrió entonces que tras acariciar el ave varias veces, relamiéndose en la forma en la que gritaba insistentemente «Alejandro, Alejandro, Alejandro», lo soltó en dirección a los presentes como una especie de acto o símbolo mágico libertario.
Y cuando aquella abubilla o golondrina piaba más alto que nunca repitiendo el nombre de los presentes posada en una lámpara de la sala, Alejandro Hermosilla se sintió libre para comunicarles que en realidad Martillo era también un libro sobre el horror. Un homenaje entregado y casual al escritor H.P.Lovecraft. Un artista capaz de retratar la pesadilla del mundo moderno casi con más precisión que un escritor existencialista y que por tanto, le había servido a él como excusa y espolón perfecto para realizar una metáfora y dibujo de esta época. Este siglo XXI horroroso y cruel digno de un relato del escritor oriundo de Providence ante cuyas mezquindades no debíamos de perecer.
De hecho, dijo Alejandro Hermosilla, en aquellos momentos teníamos que ser más fuertes que nunca, unirnos si es posible y convencernos de que nuestras ideas, lucha y capacidad de resistencia terminarían por tener sentido. Liberarnos, como conseguía hacer el personaje del libro Martillo, Abdel Halim, de la cárcel de Ubar en la que estaba encerrado junto a una gata abisinia de la que se halla enamorado, fugándose en busca de otros paisajes más fecundos. Caminos gozosos como el arco iris entre los que tal vez pudiéramos volver a ser los niños que fuimos porque en el fondo, la vida es para gozarla y no para sufrirla por mucho que se empeñen los terribles carceleros que, como monstruos de Lovecraft, no nos dejan golpear nuestros martillos. Provocar esa revolución espiritual que nunca llega pero es imprescindible si queremos continuar vivos y aspirar a cierta dicha. Acabar con el temor, el usurpador Abdel Halim, ese mezquino efrit rojo, y devolver su odio con palabras hermosas hasta convertirlo en un ave. Un santo espíritu que vuela trayendo bendiciones y felicidad que únicamente me podrán quitar, dijo Alejandro Hermosilla con el rostro furioso, a martillazo limpio.
Ese querido martillo que como si fuera Aladino frotó entre sus manos en los instantes previos a pronunciar las últimas palabras del recital de presentación de su libro:
«Yo, hijo del trueno y la furia, como si fuera Prometeo bajé a los infiernos pero no en este caso para agarrar un fuego sino recoger la fuerza de un martillo. Esta obra de arte con portada naranja y prólogo de Juan Francisco Ferré publicado por la editorial Balduque a la que deseo larga vida como al rey Arturo y mi padre Odín, que golpeo insistentemente y seguiré golpeando hasta el fin de mis días si alguien se atreve a desafiarme en un duelo y alejarme de lo que más amo esta vida: el arte literario. Ese arte que confío que Martillo haya venido a enriquecer y hacer avanzar como en cierto modo he pretendido».
Y dicho esto, como si la madera fuera la cabeza de cierto político o presidente o ministro de cuyo nombre no quería acordarse perteneciente a aquel estado árabe en el que Alejandro Hermosilla había nacido, el escritor y recién nacido novelista para el público, la golpeó con fuerza dando por finalizada la presentación de Martillo. Un libro cuya vida en este mundo comenzaba en ese mismo momento, tal y como dejaban testimonio los gritos en el Valhalla de los Dioses nórdicos, los truenos de la tormenta que embrutecía el ambiente de aquel tugurio de El Magreb, el vuelo constante de la golondrina por entre los pasadizos del local y la mirada angustiada y vengativa de Abdel Halim. Un señor oscuro que lentamente y poco a poco, estaba comenzando de nuevo a apropiarse de la personalidad de Alejandro Hermosilla, quien después de aquel martillazo final, dijo a los presentes, mientras un estornino piaba y piaba entre las almenas de la ciudad de Ubar, aquello de Shalam Malecum.Shalam
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