AVERÍA DE POLLOS: Inicio E Literatura E Noviembre

Noviembre

Jul 18, 2016 | 0 Comentarios

No sé si existe un grupo contemporáneo con una discografía tan potente y exultante como la de Opeth. Probablemente sí pero o lo desconozco o no se me ocurre. Lo que sí sé con absoluta certeza es que sólo un capuzón profundo en su música podía permitirme adquirir el estado de ánimo necesario para retomar Los puercos. La tercera y última parte de una trilogía del horror que requiere demasiado de mi parte para ser completada: violencia, asco y frialdad. Sordidez y locura. Escribir con un ojo mirando un retrato de Thomas Bernhard y con el otro la portada de un disco de Black Sabbath. Rememorando escenas de La profecía, frases de Elfried Jelinek, canciones de Scott Walker y esos rincones del alma oscurecidos por las melodías surgidas de la esquiva mente de Arnold Schoenberg.

Llevo un par de días escuchando continuamente los tres primeros discos de la banda sueca –Orchid, Morningrise y My arms, Your Hearse– y todavía estoy asimilándolos pero, desde luego, que ya puedo afirmar que son estremecedores. La mezcla de un vendaval y un poema oscuro. De sus entrañas, surgen gritos de asesinos furiosos y mujeres ahogadas. Salmos bíblicos y cánticos hedonistas dedicados a bestias entonados, eso sí, con una delicadeza y una sensibilidad especiales. La furia de un lobo enloquecido y el lirismo de un solitario hippie.

Es fascinante sentir cómo resuenan cada una de las influencias -Iron Maiden, Judas Priest, Metallica, Slayer, Scorpions, el punk subterráneo y el rock progresivo- de Opeth en estos discos y cómo logran hacerlas suyas. No las niegan sino que las muestran con absoluta sinceridad. Una actitud que me parece sumamente loable y que comparto. Porque no se trata en mi caso de -al menos en Los puercos o Ruido– escribir como Thomas Bernhard. Se trata de serlo. Convertirme en el escritor austriaco por unas horas para conseguir escuchar mi voz en la profundidad de las cavernas.

Soy de los que opina que, en gran medida, debemos dejarnos aniquilar por la tradición. Permitir que nos corte en rodajas el cuello y las manos y que nos moldee como desee. En parte, a este proceso -el asesinato de la personalidad- lo denomino escritura. Crear. Una aventura que implica ir en busca, sí, de la voz propia pero para enterrarla y dejar hablar a la literatura en su lugar.

Un proceso que se percibe claramente en la música de Opeth. Puesto que, a medida que persiguen el rastro de la música que aman, encuentran faros, conventos, ventanillas que dan a iglesias cuyas paredes se encuentran llenas de lienzos ásperos y agrios de belleza sangrienta. Cuadros que muestran las llagas y cicatrices de animales heridos corriendo por bosques donde aparecen espectros y jardineros violentos cuyas palabras y sonrisas son violaciones y cicatrices. Heridas producidas sobre el pubis de monstruosa señoritas.

Existe una característica en la música de Opeth que amo especialmente: la profundidad de campo de cada una de sus composiciones. La mayoría me remiten a otros lugares y espacios sin necesidad de adoptar un tono poético o sobreactuar. Tratan, de echo, de la misma forma al black y al death metal que al folk y cuando terminan, permiten  escuchar esa furia que remueve a los tiburones enjaulados tan parecida al silencio. Un silencio total que envuelve y mece en angustia al oyente.

Cada pausa y recodo de paz en los discos de Opeth posee el efecto de una almohada de cuyo interior pueden surgir en cualquier instante, murciélagos y ratas. Porque la calma de sus canciones es silenciosa, sí, pero violenta. Un puñal que destroza ilusiones pero al mismo tiempo corta ligaduras y permite que los amantes se besen en medio del terremoto.

En realidad, la épica de Opeth es la de la muerte. Sus discos no están hechos para el presente sino para conquistar la eternidad. Son destellos de truenos. Fotografías en blanco y negro de tormentas lejanas. Instantáneas ruidosas que permiten vislumbrar el mundo que surgirá tras el Apocalipsis y la llegada de los ángeles sangrientos y valientes. Shalam

إِنَّهُ لَيَعْلَمُ مِنْ أَيْنَ تُؤْكَلُ الْكَتِفُ

El agua que no fluye, termina por ensuciarse

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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