De momento, la rugosa voz de Tom Waits está siendo la mejor acompañante para escribir Ruido del arte. Ella, claro, y los huesos, baterías huecas, estruendosas guitarras y piedras golpeando paredes y suelos que la acompañan en tantos de los hermosos discos que el bóxer norteamericano nos ha dejado. Motivo por el que me apetece hoy rendir un homenaje a la obra con la que me enamoré para siempre de su música: Rain dogs. Un disco que, no obstante, no fue con el que lo descubrí, pues este honor hay que dárselo a Big time. Un decepcionante directoque adquirí a los 15 años de cuya escucha me resarcí tiempo después, tras robar en uno de esos horribles centros comerciales que empezaban a proliferar en la ciudad de Cartagena, el maravilloso Swordfishtrombones. Un Lpa medio camino del surrealismo, el ruidismo y el cabaret. Una obra única de espeluznantes dimensiones que con el tiempo no ha hecho más que crecer aunque seguramente por su complejidad y debido a lo joven que era yo al escucharla por primera vez, no fue aquella con la que se formalizó mi alocado romance con la música de Waits. Un artista que no hice mío completamente hasta que me encontré con Rain dogs. Una sinfonía ruidosa alucinada y nocturna sobre la que siento la necesidad de escribir un breve texto que me sirva para saldar una deuda de gratitud y respeto con uno de los mayores monstruos de la música contemporánea.
Ahí va:
Creo que si Jack Kerouac hubiera escrito En el camino durante los años 80, el soundtrack del libro no estaría formado únicamente por músicos de jazz y ciertas tonadas de blues que se intuyen al fondo. Creo, sí, que probablemente Kerouac no las hubiera necesitado ni mencionado puesto que aludir a cualquiera de las canciones de Rain dogs, le habría bastado para transmitir todo aquello que sintió en su odisea por las carreteras de América. Porque Rain dogs es un poema callejero. Un ladrido repleto de travesías abiertas que conducen a muchos lugares. Principalmente al corazón. Es una obra que no es sólo barrio, humo y callejón ni tampoco únicamente motel, pasto de tierra y copa de vino como otras tantas que había construido Tom Waits hasta el giro que supuso Swordfishtrombones. Es sí, por supuesto, un monumento a los desheredados, vagabundos y guerreros del extrarradio, a las mujeres descarriadas y a los muchachos perdidos pero también es una sinfonía perdida sobre piratas. Un ruidoso martillo callejero que entronca con una naturalidad asombrosa con gran parte de las propuestas estéticas de la contracultura norteamericana. Una postal de los suburbios que va poco a poco deformando nuestros oídos a su antojo. Haciendo guiños constantes al rock, el cabaret, la música de vanguardia, el ruidismo, el rithm & blues y el spoken word. Cajones estilísticos por los que circula como si se tratara un tractor capaz de alcanzar velocidades de un automóvil. Con una confianza sobrehumana que demuestra que Waits estaba tocado en esa época por los dioses. Y de hecho, basta escuchar tan sólo durante unos minutos el disco para ser golpeado por su danza nocturna sin oponer resistencia.
Pienso que, signifique lo que signifique esto, con Rain Dogs, Tom Waits alcanzó por primera vez la madurez como músico. Nunca antes un disco suyo había sonado tan compacto y regular ni había conseguido fusionar de forma tan equilibrada su faceta experimental y vanguardística con la rítmica, dando lugar a un torbellino musical ideal para escuchar de noche, entre callejones, aullidos de perros, vagabundos y músicos desorientados.
La voluntad de Waits de evitar los clásicos trucos de los estudios de grabación y las posibilidades que ofrecía por aquel tiempo la electrónica, le condujo a utilizar todo tipo de instrumentos orgánicos -acordeones, saxofones, marimbas, trombones, banjos, tubas- que conjuntamente a su capacidad de desnudar, distorsionar y oscurecer tanto su voz como las guitarras, bajo y batería de los que se hacía acompañar, consiguieron dotar a las canciones de un aire único. A veces, mágico, otras, surreal, y la mayoría de las veces, tabernario. Cada una de ellas era una tormenta de ruido melódica que no dejaba absolutamente nada en pie a su paso. Como el guante de un temible boxeador, vencían por K.O. al oyente. Lo dejaban sin aliento gracias a la intensidad con la que eran interpretadas. Pocas veces, por ejemplo, el jazz, el gospel y el blues se habían escuchado como en Rain dogs. Y sólo en algunos de sus discos posteriores consiguió Waits componer medios tiempos tan inquietantes como los que surcan el disco, que interpretaba como si fuera un romántico afectado o un motorista fantasma.
Rain dogs era un disco con invitados ilustres. John Lurie, Keith Richards o Marc Ribot bordaban sus colaboraciones. Cada uno de sus instrumentos se encontraba en el sitio justo y contribuía a crear la sensación de caos y desorden tan necesaria para que Waits consiguiera dar una imagen desafiante y peligrosa de Nueva York. Una urbe en aquella época, aún llena de peligros, que el pirata norteamericano describía con ojos de poeta borracho, consiguiendo transmitir su lunático y frenético ritmo de vida. Los atascos, los desposeídos, las estaciones de metro sin alumbrado, las personas que van y vienen, los borrachos, los poetas de la noche, las prostitutas, todos los fracasados tuvieron un hueco, un rincón en un disco lleno de imágenes cortantes y afiladas. Un disco muy parecido a una sierra que podría haber servido perfectamente de banda sonora de Taxi Driver, en cuyos surcos podía sentirse la influencia espiritual de Henry Thoreau, Jack London, Allen Gingsberg, Louis Amstrong, Charlie Parker o Charles Bukowski. En suma. Rain dogs era una obra forjada desde las tripas de un canibal hambriento de experiencias. Necesitado, sobre todo, de glosarlas y cantarlas a su aire. Un hombre que parecía estar entonando sus canciones subido a las farolas o al capó de un coche, entre cubos de basura o a la puerta de los bares. Era, sí, la rabiosa creación de un profeta de la ira. Un hombre que se había propuesto poner a bailar a los diablos a una orden de su voz y podía jurarse que más que música, de su estómago brotaban rayos y truenos.
Desde luego, yo no tengo dudas. Pasarán los años, las décadas e igual que volvemos a leer a Herman Melville o Edgar Allan Poe para comprender las tinieblas de las que emerge el país norteamericano, seguiremos regresando a Tom Waits y este disco esencial para entender la vida en Nueva York durante el siglo XX. Porque tras cada uno de los acordes de Rain dogs y de los berridos del crooner de California, se siente latir a miles de almas, poetas y artistas que amaron, crecieron y murieron en esa ciudad a la que este animal desesperado cantó con voz descuartizada. Como si fuera un dios del barro, surgido de la escoria con un mensaje iluminador: asegurar a los perdedores que si no se dejaban derrotar por el desanimo, la miseria y la enfermedad, serían invencibles. Un día serían inmortales. Shalam
كُنْ ذكورا إذا كُنْت كذوبا
Mil árboles que crecen hacen menos ruido que uno que se derrumba
Dejo a continuación un breve avería dedicado a las disquisiciones realizadas por Giles Smith en su desenfadado y divertido Lost in music. Una odisea...
0 comentarios