Durante estas últimas semanas, he visto y leído una serie de obras relacionadas con la ciencia-ficción que me parecen lo suficientemente interesantes como para dedicarles algún comentario. Sobre todo, porque las tres poseen puntos de partida sugestivos, momentos brillantes y ennoblecen el género. Y se nota el esfuerzo e ilusión que hay detrás de ellas. De hecho, si no fuera por ciertas irregularidades que lastran su desarrollo, me atrevería a considerarlas clásicos. Me refiero a la entrañable película de René Laloux y Moebius, Los amos del tiempo y los cómics, Los náufragos del tiempo (Paul Guillon y J.C. Forest) y Crónicas del tiempo perdido (Balcarce y Zanotto).
Respecto a Los amos del tiempo (1982), he de confesar que no he leído la obra de Stefan Wul, L’orpheline perdide, en que se basa y por tanto, no puedo valorar su adaptación que, según deduzco, dejó satisfechos a la mayoría de fans del libro. Lo que sí sé es que teniendo en cuenta las obras de Laloux que había podido contemplar, mis expectativas eran muy altas y no se cumplieron. Obviamente hay momentos muy brillantes en Los amos del tiempo: el vertiginoso comienzo en el que asistimos a la muerte del padre del niño, Claude, que protagoniza la historia, los gags relacionados con el micrófono en forma de balón (apodado Mike) a través del que Claude se comunica con el mercenario Jaffar y su tripulación y, por supuesto, ese final en el que el viejo Silbad es enterrado en el espacio. Una escena sumamente hermosa a cuya belleza ayuda el nostálgico tema musical compuesto por J.P. Bourtayre (un letánico chute de música ochentera a lo Vangelis) que, sin dudar, agradecería que alguien hiciera escuchar el día de mi entierro antes de arrojar mis cenizas al mar o a una colina.
Pero lamentablemente, la película es un tanto irregular. Es una space opera sui generis a la que su indefinición termina por perjudicarle. Pues funciona por partes más que por su conjunto. Destacan en ella, sin dudas, los diseños de Moebius, la representación surreal del planeta Perdide así como algunos de su inquietantes planteamientos pero en general, el ritmo narrativo se encuentra lastrado y no se ofrece una explicación válida y satisfactoria a la trama para quien no conozca el texto de Wul. Algo que tal vez tenga su explicación en que Laloux era un hombre culto y reflexivo que pensaba que sus seguidores también lo eran y evitaba por consiguiente, toda redundancia o explicación si esto era posible. Y por lo tanto, hubiera visto ridículo presentar al inicio del filme una serie de frases como las que George Lucas colocó en Star Wars para situar al espectador. Por más que esta gelidez autoimpuesta, no permite empatizar con la situación que se nos presenta.
En suma, todo aquello que funcionaba perfectamente en Planeta salvaje porque la reflexión filosófica se conjugaba perfectamente con la historia narrada, aquí queda desligado. No permite tomar conciencia por ejemplo de la tragedia que se nos relata ni que nos ríamos con los diminutos gnomos con capacidades telepáticas que se encargan de destensar la narración y ofrecer un componente cómico. No obstante, la obra es recomendable. Bastante notable. Y es un buen ejemplo de ciencia-ficción europea donde priman más las texturas y sugerencias, insinuaciones y evocaciones que el argumento en sí mismo. Algo que también ocurre con Los náufragos del tiempo, el cómic de Gillon y Forest, cuyo punto de partida es espectacular: una pareja, Christopher Cavallieri y Valérie Haurèle son hibernados y despiertan mil años después, en un mundo amenazado por una plaga de esporas tóxicas y unas ratas mutantes, los trasos, que pugnan por adueñarse del sistema solar.
Hay determinados episodios, secuencias en que Los náufragos alcanza cotas sublimes. Se siente que estamos ante una empresa magna, concebida para dejar huella y no es extraño que lo haya hecho. Pues nos adentra en una odisea que pudiera haber salido de un oscuro sueño de Carrol, entre paisajes que parecen diseñados por Marx Enst, Roland Topor o un surrealista febril. Los flirteos amorosos del protagonista humanizan la historia, muchos de los gags están muy conseguidos y el humor distante y absurdo de la historia contribuye a que nos introduzcamos en ella. Villanos como El Tapir o Leobart, el científico loco, poseen un alto grado de magnetismo y los diferentes mundos que se visitan son realmente atractivos pero, finalmente, el argumento acaba enredándose en sí mismo. Distrae nuestra atención y termina por perder gran parte de su interés. A lo que contribuye el carácter del héroe, Cristopher, demasiado hierático y poco expresivo, cuya relación con las mujeres que al principio lo humaniza bastante termina por resultar incomprensible.
Eso sí, las razones del bajón del cómic a partir de su quinto tomo (tendría diez finalmente) son bastantes sencillas: la ausencia de uno de sus dos creadores y mentores, Jean Claude Forest. Quien sabía manejar los puntos discordantes de la narración, haciéndonos viajar por mundos infinitos con una orientación clara. Algo que se echa notar en falta en los últimos episodios de la serie donde se siente uno a la deriva por un mar de planetas, seres y personajes más o menos reconocibles. Pues finalmente, Los náufragos del tiempo cae en uno de los errores más comunes de la ciencia-ficción: la orgía imaginativa. Ya que, dado que es un género donde todo tipo de fantasías y profusas invenciones se permiten, prácticamente no hay límites para su desarrollo. Lo que hace que resulte muy difícil poner el freno para estructurar el componente narrativo.
De todas formas, lo que estoy diciendo no empequeñece, vuelvo a repetir, para nada la obra. Tengamos en cuenta que si no tuviera este tipo de rémoras, estaríamos ante un monumento majestuoso e imprescindible. Y con ellas, se queda en un cómic histórico y muy recomendable. Lleno del sabor añejo que arrastraba consigo la ciencia ficción de los años 70. Esa especie de cabeza de cuatro ojos que buscaba redefinirse a sí misma buceando en el pasado sin dejar de mirar al futuro para encontrar nuevas vías de expresión que no agotasen las comúnmente transitadas. Rutas que conquistó gracias a cómics como Crónicas del Tiempo medio. Un nihilista viaje a un mundo post-apocalíptico que se recrea en la desesperanza de tal forma que consigue crear auténtico desasosiego.
Creo que de las tres obras comentadas aquí, la de Balcarce es la más satisfactoria en cuanto entre lo que promete y lo que finalmente nos da, existe menos distancia. Inspirándose en el primer Terminator (al que supera) y probablemente en Mad Max, nos presenta un mundo cruel, oscuro, impiadoso surgido tras un holocausto personal, controlado por un ordenador artificial con capacidad de sentir y gozar llamado Nerón. Crónicas del tiempo medio es un relato ciberpunk, decadente y darwinista. Un cómic sin luces, de ciertas resonancias borgeanas, que genera adicción por la coherencia con que narra las luchas por la supervivencia, la dureza de los caracteres que nos presenta y su descripción del ocaso de una civilización en que la única certeza es la muerte. Una sociedad destruida en la que los seres humanos apenas cuentan y son arrojados a hornos crematorios por corrosivas máquinas al servicio de viciosos cerebros que se regodean y gozan con su sufrimiento.
Ciertamente, el cómic de Barcace se encuentra lleno de grandes hallazgos como el circo futurista, la licuadora de esclavos y, sobre todo, el harem computador, entre otros detalles más planos como los virus, los robots centuriones y pretorianos y las mutaciones tan habituales en un paisaje devastador, cercano al colapso. Por otro lado, Random (un hombre-computadora) y Safari forman una pareja de héroes atractiva y creíble. Más teniendo en cuenta que a Balcarce no le importa que muera el primero si esto ofrece verosimilitud al inshóspito, cruel mundo que nos describe con ojos de asesino y mirada cortante; o si esta peripecia va en beneficio de la historia central que en los dos volúmenes que realizó para continuarla (a raíz del éxito en Italia que tuvo el primero) termina por perder cierto fuelle al convertirse en un relato heroico de dimensiones mesiánicas y divinas (con ciertas resonancias del Incal de Jodorowsky) que contrasta con el contaminado ambiente que comenzó retratando.
En fin, resumiendo, la obra de Laloux encarnaba una forma de mirar la ciencia-ficción ya muerta. Era la mirada perdida del humanista hacia un género que durante un tiempo ofreció esperanza al hombre. Una última visión plena de nostalgia al progreso, al mundo moderno que nos prometía una mejora en nuestras condiciones de vida y, dada nuestra evolución, ha terminado, como muestra perfectamente el cómic de Barcarce, generando angustia. Preludiando las ruinas, la devastación y el apocalipsis de nuestra agotada civilización. Por contra, la creación de Forest y Gillon se situaría a medio camino de ambas perspectivas. Pues era una loa a los viajes espaciales, temporales que miraba con expectación el futuro, mantenía altas dosis de escepticismo sobre la condición humana y vislumbraba cataclismos y peligros por venir que únicamente a través de la conciencia y una consecuente actitud ética conseguiríamos sobrepasar. Tal y como podemos comprobar a día de hoy en que tan cerca estamos de un apocalipsis como de un renacer espiritual. Y dependiendo de si creemos más en uno u en otro, así será probablemente nuestro mundo dentro de unas décadas. Shalam
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