Dentro de unas semanas, impartiré una charla en una Universidad de Estados Unidos, invitado por una amiga entrañable, Beatriz Strumpf, a la que tuve el gusto de conocer en Quito (Ecuador) durante un Congreso al que -debo confesar- me había acercado más por descubrir el país que por el tema en sí mismo. Y desde luego, no me arrepentí porque además de vivir muy buenos momentos, conocí a esta profesora cuya amistad confío que perdure en el tiempo.
En fin. Sin más dilación, dejo a continuación el texto que leeré sobre la visión y presencia de la comunidad hispana en el arte norteamericano. No sin antes advertir que, dada la extensión del texto, me parece más apropiado publicarlo en dos partes. Aquí va la primera. Shalam
Hispanos en Babel: los muertos vivos.
Me parece necesario, para hablar de la cuestión hispana en Estados Unidos de América, en primer lugar volver la vista —aunque sea brevemente— a la afroamericana, debido a que, comparando las problemáticas particulares de dos de los grupos étnicos más desfavorecidos, podrá entenderse mejor mi discurso. En este sentido, quisiera diferenciar los problemas que ambas comunidades tuvieron para integrarse en el nuevo país a partir de dos situaciones muy distintas y bien definidas: 1) la afroamericana, que debía confrontarse a la situación inicial de la esclavitud; y 2) la hispana y mestiza, que se enfrentaba a la lucha y rivalidad por la tierra y el espacio, su pérdida y su posterior necesidad de recuperarlo.
Al contrario que con los hispanos, con los afroamericanos no existió un problema migratorio (o al menos no fue el principal). Transportados como esclavos hacinados en barcos desde la costa occidental africana, se ganaban el derecho a estar en la nueva tierra con su sola presencia, por lo que la lucha que sostuvieron durante siglos fue más por su reconocimiento como seres humanos libres, como personas iguales, que por reivindicar su derecho a ocupar la tierra. No es difícil, en este sentido, resumir su historia, sobre la que existe un relato más o menos consensuado y decenas de testimonios, desde la novela de Harriet Stowe, La cabaña del tío Tom (1852), Las aventuras de Tom Sawyer (1876) y las de Huckleberry Finn (1884), de Mark Twain o las novelas de William Faulkner, hasta clásicos cinematográficos como El nacimiento de una nación (1915).
En esencia, hay consenso y acuerdo sobre su historia. Los afroamericanos fueron traídos en contra de su voluntad por una raza de hombres que se consideraba elegida a una tierra prometida, en la que se necesitaba mano de obra lo más barata posible para implantar la civilización. Y, más tarde, cuando gracias a la revolución industrial los utensilios de trabajo fueron más baratos y efectivos, ya no fueron tan necesarios en el norte del país, que abogó por su liberación frente al sur, desatándose una guerra que terminaría con la prohibición de su esclavitud y pondría, en primer plano, la lucha por su reconocimiento e integración en la sociedad. Con el tiempo, y a medida que el capitalismo se desarrolla, las élites cederán ciertos territorios para evitar conflictos e introducirlos como consumidores o trabajadores asalariados en su sistema, aspirando a una convivencia más o menos pacífica con ellos de la que surgen, a medida que sus cantos y bailes son tenidos en cuenta, el jazz, el soul o el blues, que Terence Malick dejó retratado en una escena bellísima de su inolvidable Días del cielo (1978). Y finalmente, un siglo después de la Guerra de Secesión (1861-1865), con más o menos esfuerzo, van a ir siendo escuchados y cobrando más importancia, tanto en el terreno artístico y político, como ponen de manifiesto Martin Luther King, Sun Ra, Sly Stone, Malcom X, James Brown, Litle Richards, Chuck Berry o, en las últimas décadas, Spike Lee o Public Enemy, hasta en el mediático, tal y como ejemplifican actores como Bill Cosby o Morgan Freeman y deportistas como Michael Jordan, Magic Johnson o Tiger Woods.
Realmente, esto no ha producido un cambio a nivel global en su situación, dado que en la mayoría de los casos siguen ocupando el nivel más bajo del sistema. Y baste, a este respecto, echar un vistazo a la serie de David Simon, The Wire (2002-2008); pero sí muestra que ha habido una seria y necesaria reflexión sobre el tema además de, en cierto modo, una expiación (más o menos interesada y superficial) que ha permitido, por ejemplo, que Barack Obama llegara a la presidencia del país y se haya manifestado varias veces al respecto, o que Quentin Tarantino pudiera ajustar sus particulares cuentas con la historia al tiempo que pedía perdón y entonaba el mea culpa de manera sumamente divertida en su Diango desencadenado (2012) como, de forma muy diferente, lo había hecho anteriormente Steven Spielberg con su adaptación de la novela de Alice Walker, El color púrpura (1982).
Supongo que puede resultar innecesario realizar esta revisión al tema afroamericano, pero me parecía importante hacerla para verificar cómo hay un relato muy claro, una narración —con la que más o menos podemos estar de acuerdo— sobre el mismo en toda Norteamérica y no tanto sobre la cuestión hispana. En parte, porque traer forzosamente a los africanos al continente implica un paternalismo, una responsabilidad que no se puede delegar dado que es imposible recolocar a tantos seres humanos en el continente africano de nuevo, lo que obliga a las élites y clases medias blancas norteamericanas a conocer al menos esta historia y, en cierto sentido, reconocerse en ella. Para bien o para mal. Algo que no ocurre con los hispanos. O al menos, no del mismo modo. De hecho, la historia entre los hispanos y el pueblo norteamericano se encuentra llena de claroscuros, tibiezas, culpas que se ocultan, responsabilidades que no se reconocen, cuerpos que desaparecen y, en definitiva, zonas imprecisas, muy poco diáfanas, en las que hay que bucear ampliamente para ponerlas en claro, porque responden a otra problemática muy distinta de la afroamericana: problemas de espacio, pertenencia de la tierra, rivalidad y confrontación.
Intentaré explicarme mejor. Para la construcción de los actuales Estados Unidos de América fue imprescindible acabar con los nativos americanos. No hace falta hablar mucho sobre esta cuestión. No creo que haya muchas personas que no sepan ni hayan oído hablar de la Conquista del Oeste o hayan visto alguno de los cientos y, en algún caso, magníficos westerns que se rodaron. Acabar con los nativos americanos implicaría, en principio, ocupar todo el espacio (repito, tema central del problema hispano) que estos guardaban, así como librarse de sus futuras reivindicaciones. Y a esto se aplicaron con más o menos fortuna los colonizadores. Sucede que al mismo tiempo que se estaba colonizando Norteamérica y despojándola de sus nativos, se estaba produciendo, a su vez, la colonización de México y otras partes del continente americano. Pero, en este caso, a las matanzas y rituales de sangre cometidas por mis ascendientes contra la población indígena del actual Perú o Colombia, pongamos por caso, había que añadir un hecho que, en principio, no sucedió —al menos regularmente— en EUA: el mestizaje. Los españoles cruzaron su sangre, ya sea por lascivia, lujuria o amor verdadero, con los nativos americanos que no pudieron exterminar, permitiendo que su herencia perviviese, lo cual provoca uno de los primeros malentendidos y conflictos con EUA y puede explicar en parte el vacío que se hizo sobre los hispanos a lo largo de los siglos, pues no había de ser agradable para las élites, los hijos de Abel norteamericanos —“el pueblo elegido”— saber que al otro lado de su frontera pervivían muchas personas con idénticos rasgos a los de los primeros habitantes de América, contra los que en esos momentos luchaban ellos para ocupar sus tierras. Tanto es así que el calificativo de mestizo pasó a convertirse en denigrante y muchos de los hijos de españoles y aborígenes fueron retratados, vistos o pensados como monstruos, seres que no pertenecían a ninguna cultura y estaban a medio camino de ninguna parte. Probablemente muy cerca del infierno, por ser fruto de una mezcla de sangre impura, visión que intentaba borrar el hecho de que el mestizo, en realidad, es hijo de ambas culturas (Europa y América por lo general) y, en cierto sentido, producto y consecuencia natural de la historia de este continente, que tendrá en la mezcla de nacionalidades y culturas su principal característica para forjar su leyenda y poder, como sucederá más tarde con el blues o el jazz.
De todas formas, en un principio, en EUA no se reconoció esta circunstancia, puesto que habría significado perder el poder de disfrutar las tierras recién conquistadas. Y, como acabo de indicar, no sólo se demonizó a esta figura, el mestizo, sino a la raza europea que había cometido tal pecado, la hispana, cuya pureza se puso en entredicho al tiempo que se destacaban gran parte de sus características negativas y se divulgaban algunos de sus más horrendos actos cometidos en el continente, dando lugar a la famosa “leyenda negra” que si bien era cierta tampoco podía ocultar la anglosajona. Aunque, en cierto modo, a sus propios ojos, la justificaba. Un hecho absolutamente necesario teniendo en cuenta que, a diferencia del afroamericano (que viene de fuera), el mestizo es una presencia amenazante que muestra la usurpación y el latrocinio cometido en estos parajes. Recuerda el crimen sin tener que nombrarlo. Hace referencia al mismo sin tener que decir una sola palabra. Y muestra las contradicciones de la ocupación americana con naturalidad, siendo, por tanto, una figura incómoda sobre la que todavía no se ha reflexionado lo necesario y ha costado tanto integrar dentro de un imaginario sano en EUA, donde, en muchos casos, se le sigue considerando como alguien peligroso o lejano al que es muy sencillo culpabilizar.
(Véase lo que ocurrirá con el joven indiano al que, en una de las primeras temporadas de Breaking Bad, Walter White responsabiliza del robo acaecido en su Instituto de los tubos que utiliza para fabricar la droga). Y, asimismo, es bastante más fácil caricaturizarlo, como sucede en Nacho Libre (2006), la película de Jarod Hess, que comprenderlo. De hecho, no es extraño que se lo vea por momentos como una especie de animal sin alma con el que, por tanto, no habría que tener excesiva piedad, como de manera absolutamente descarnada pone de manifiesto el nombre de “la bestia”, tren que transporta a los emigrantes mexicanos y centroamericanos hacia EUA o el crudo film de Gregory Nava, El norte (1983); y de una manera un poco más sutil, muestra la muerte de Melquiades Estrada en la película de Tommy Lee Jones, Los tres entierros de Melquiades Estrada (2005), que en parte cumple una función similar a la realizada por Tarantino en Django desencadenado y prueba que algo está cambiando lentamente. (Continuará)
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