Parecían bestias, poetas perdidos, artistas concentrados en transmitir su angustia y desorientación a través del caos, jirafas gritando o animales heridos que se desangraran en cada uno de los acordes que tocaban. Aún no sé bien cómo definir la impresión que me causaron Diabologum cuando los conocí en el año año de 1996 durante el festival de Benicassim. He de reconocer que me dejaron absorto y sin respiración, como si hubiera sido atropellado por un automóvil y las heridas no me permitieran levantarme ni dirigirme a otro lugar. Sometido al impacto de sus estructuras sonoras, los ruidos procedentes de instrumentos que sangraban y canciones que asesinaban, cuyo impacto era imposible no sentir aquella asfixiante tarde de agosto de hace casi ya 20 años.
Antes de descubrirlos, estaba yo más preocupado e interesado en aquel festival por la música electrónica. El disco Outside de Bowie me había marcado profundamente, e intentaba rastrear en el ambiente grupos que continuaran esta senda que podía marcar el futuro de la música contemporánea. Pero, de repente, los franceses comenzaron a tocar y el escenario a incendiarse. Surgían llamaradas de rabia de allí. ¿Qué estaba sucediendo? ¿El fin del mundo se había adelantado? Una canción le bastó a Diabologum para captar mi atención. Hacerme consciente de estar contemplando una afilada performance rockera de alto calibre, tan cerca del arte de ensayo como de la calle. Y tan sutil como obscura, intrigante, cortante y descarnada.
Por entonces, no comprendía francés, pero no importaba. ¡Aquí no duerme nadie!, ¡Despertaos malditos! ¡El capitalismo es esclavitud! ¡Terminemos de completar los proyectos perdidos en mayo del 68 o destrocemos esta Europa, este planeta para siempre! Estas eran la proclamas que yo sentía que procedían del escenario, donde política, literatura, hip hop, spoken word, y un rock abstracto y carnal, sumamente personal, me conquistaron hasta tal punto que, cuando al día siguiente, se cayó el escenario y el festival se suspendió, no me importó en exceso. Pues yo había visto a Diabologum. Un grupo de verdad, intenso como la sequía y arisco como un día de nieve en verano. Capaz de ser azote de la burguesía, voz de la clase obrera y abrir, a su vez, espacios alternativos a través de los que escuchar los aullidos del pueblo francés.
Meses después, me hice con su obra maestra #3 (1996) y las impresiones que había tenido durante ese concierto en que los árboles se balanceaban y los pájaros caían muertos de los cielos, se corroboraron.#3 era un disco de exilios. Un disco de interiores y de niebla y vapor. Una aventura introspectiva que intentaba reinventar el rock moderno y conducirlo a otros territorios, entre los que Michel Cloup y Arnaud Michniak se movían como cosacos. Músicos que en vez de instrumentos, parecían tener espadas en sus manos, y encontrarse dispuestos a matar para defender sus tortuosas, monstruosas composiciones, llenas de rasguños.
Allí, de fondo, sin hacer expresa referencia a ella, se escuchaba latir por supuesto la Francia de Rimbaud y Baudelaire y la de la internacional situacionista; la de Guy Débord. De hecho, poco faltaba para que #3 se convirtiera en un disco político. Y de no ser por su intención de ser un collage artístico, su pretensión de ser tremendamente contemporáneo, retratar su presente con mordiente sin por ello ser esquivo con la tradición, podía haber ejercido perfectamente esta función. En cualquier caso, entre todas las influencias culturales que Diabologum manejaban, destacaba ante todo la del cine de Jean Eustache. Cineasta al que dedicaban la canción «La mamam et la putain» donde sampleaban el famoso monólogo final de Françoise Lebrum; haciéndolo acompañar por un suave balanceo de guitarras que intentaban captar el estado emocional de la protagonista y se tornaban más y más ariscas, conforme la desesperación la iba embargando.
En cualquier caso, el influjo del film de Eustache en su música no había que encontrarlo tanto en el fondo del disco como en sus formas. En su ambiente. Pues #3 podía ejercer de perfecta banda sonora de la desorientada juventud europea. Se encontraba plagado de riffs infernales que parecían no terminar nunca. Eran retratos, posos, visiones del purgatorio. Acuarelas que reflejaban otoños perdidos. Esbozos sonámbulos llenos de guitarras que ampliaban atmósferas y ambientes como si fueran saxofones, y de canciones, cuyos finales eran abruptos e inesperados e iban radiografiando el espíritu y corazón podrido de la vieja Europa; como con suma maestría hizo también Eustache no sólo en su obra maestra sino también en Les mauvaises fréquentations oLe Père Noel a les yeux bleus.
Diabologum fueron no sólo disidentes con las optimistas doctrinas europeistas que contribuyeron a crear la actual burbuja económica sino, a la vez, visionarios. Pues consiguieron retratar la decadencia de nuestro continente en momentos en que casi todos se mostraban orgullosos del mismo, a través de un fondo sonoro abstracto, impactante y demoledor por el que no pasan los años, y que tal vez ahora sea cuando pueda ser comprendido con mucha mayor amplitud. Razón que justifica el que decidieran volver a unirse para realizar un concierto a finales del año 2011 con motivo del 20 aniversario del festival Rockomotives en que desgranaron un disco, #3, que, efectivamente, pareciera haber sido publicado hace unos meses. Continúa siendo completamente vigente.
Me resulta muy significativo, por otra parte, que antes de su concierto en Rockomotives, Diabologum se presentaran por sorpresa en Poitiers porque, como creo ya haber comentado en otra ocasión, en esa ciudad pasé 6 meses bastante duros, en los que terminé de comprender y experimentar por mí mismo la crudeza a la que se referían en su disco. Poitiers era un lugar fantasmal, donde apenas pude hacer amistades más que con un grupo de tunecinos y nigerianos sencillos. Pero desde luego, no con los oriundos de allí. Almas en pena que parecían vagar por sus calles como suicidas. Sombras que aparecían y desaparecían sin mucha explicación, y ponían el marco de fondo perfecto para penetrar en los pasajes desoladores, solitarios, de esas complejas canciones forjadas por el grupo francés, las cuales se me mostraron por aquellos días, absolutamente transparentes. Tanto como la lluvia helada, fría que, habitualmente, caía en aquella triste urbe en cuyas calles escuchaba las melodías de Diabologum rebotando en mis oídos como si fueran plegarias o rezos de supervivientes y desterrados. Gritos de rebeldes desalmados viviendo en castillos viejos o fortalezas cercadas por el viento y la ruina.
Tras escuchar repetidas veces #3, algo cambió en mí como persona así como en el futuro escritor en que deseaba convertirme. Pues ahondé más en la idea -hasta el punto de obsesionarme por ella- de buscar alguna forma lingüística en el futuro a partir de la que transmitir las mismas emociones que el grupo francés filtraba por medio de sonidos. Conseguir realizar textos que siendo comprensibles fueran lo suficientemente evocativos. Abstractos y metafóricos al mismo tiempo sin dejar de ser instintivos. Textos en definitiva, que nos acercaran y alejaran a la vez de su significado.
Sentir, en cualquier caso, que la música podía alcanzar esos parajes con tal maestría, me hacía envidiar este arte. Y profundizar más en mi interior, en pos de un estilo que continúo buscando y que al parecer, según me comentan, tal vez haya podido encontrar David Markson en su La soledad del lector. Novela abstracta que confío pronto consultar para saber si puedo al fin leer un libro -más allá de Los cantos de Maldoror– en que las sílabas se transformen en palabras y estos, a su vez, en ruidos y orgasmos, tal y como sucedía en #3.Shalam
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