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Cronos

Feb 21, 2013 | 0 Comentarios

Otro de los problemas que todavía no sé cómo resolver respecto a El jardinero es el del tiempo. La narración se desarrolla en unos días, semanas, meses que podrían ser siglos o años. No importa realmente, porque es una metáfora. Una especie de pesadilla. Pero esto no justifica que se maneje la temporalidad caprichosamente, ya que  esa historia también es real y, en esencia, absolutamente verdadera. Por lo que debe poseer cierta verosimilitud que sin desposeerla de su carácter infernal, onírico, le confiera un poso auténtico que nos permita empatizar con el personaje. Emocionarnos con sus intrigas y confundirnos con sus suposiciones y deducciones, tal y como a él le ocurre.

En fin, debido a que todo el relato se encuentra estructurado en torno a una sola voz casi esquizofrénica, a partir de la que conoceremos todo aquello que acontece en el castillo, es difícil afrontar esta cuestión. Intentaré explicarme mejor. El protagonista cuenta todo aquello que le sucede desde un presente atemporal que puede situarse hace un siglo, varios años o ahora. Lo que ridiculiza todos mis intentos por ubicar los acontecimientos. En cada capítulo repito varias fórmulas, -«hace varios días», «en aquella ocasión», «por aquel entonces», «ayer»- y ninguna de ellas me parece la apropiada para conseguir que la voz que habla se confunda con la eternidad y el infinito pero, asimismo, sea contemporánea nuestra.

Realmente, no sé si mi explicación ha aclarado algo. Pero es que el embrollo que tengo ahora mismo en la cabeza con este tema es considerable. De tal forma que, por el momento, he decidido continuar usando el tiempo narrativo como hasta ahora y me pondré a trabajar este tema profundamente en la tercera o cuarta revisión. ¿He dicho que disfruto con las correcciones de mis textos alguna vez? Es cierto. Sin embargo, en este caso, al trabajar sobre un borrador muy anárquico que debía ordenar y reescribir casi en su totalidad para que fuera mínimamente comprensible no está siendo así. Aunque supongo que acabaré haciéndolo a partir de la tercera inmersión. Cuando comience a entender que el libro ya está tomando la que será su forma final.

Bueno. Ya que estoy hoy confesando algunas de mis debilidades y problemas con la novela, voy a referirme a otra, como es el caso de las influencias. Obviamente, la narración es original. Más pronto o más tarde, comentaré cómo surgió. Desde el primer momento, supe cuál había de ser el tono para contarla. Pero, conforme la escribo, no puedo evitar sentir que ciertos pasajes remiten demasiado a Kafka y algunos, muy pocos, al escritor mexicano Mario Bellatin. Lo que no deja de ser lógico dado que acabé hace muy poco el ensayo-novela dedicado a su figura llamado La risa oscura. Aunque me molesta bastante porque quisiera yo -aunque, lógicamente, sé que es imposible- que la novela pudiera ser recibida virgen. Y siento que no va a ser así. Y que desde el primer hasta el último lector van a percibir, por ejemplo, que cuando la escribía tenía muy presente el monólogo a partir del que se estructura la sensacional Transtorno de Thomas Bernhard, ciertos episodios de Los cantos de Maldoror, varias escenas de El perfume y algún rabioso escrito de Héctor Murena. Algo que, obviamente, me agobia mucho pues al tener tan presentes esos magníficos referentes, siento la nimiedad de aquello que escribo con mayor  intensidad.

Otro asunto es el título. Suponía yo que debía haber algún libro que se llamara también El jardinero. Pero no lo había certificado hasta ayer en que me encontré con el texto de Tagore denominado así. Esto también es un poco molesto porque uno tiene la ilusión de que el nombre con el que bautice su creación no haya sido utilizado hasta entonces por nadie. Pero supongo que, dado la infinidad de seres vivientes, esta pretensión es un tanto infantil o tiene algo de pre-adánica y paradisíaca y muy poco que ver con la realidad. Confío no tener problemas, en cualquier caso, con este título porque no me agradaría nada modificarlo.

Llegados aquí, he de confesar que uno siente, en muchas ocasiones, la tentación de tirar la toalla. En mí es algo muy habitual. Un proceso al que me enfrento cuando estoy a la mitad de la empresa. Como en este caso en que estoy trabajando la página 50 de 104 en total. Afortunadamente, ya me conozco, y sé que aproximadamente, al llegar a la número 60 comenzaré a sentirme mejor y, simplemente, tendré que dejarme ir para completar esta segunda revisión. Por lo que tampoco me tomo muy en serio mis dudas. Lo que no significa que ofrezca un testimonio sincero a este respecto. Muy distinto al que hubiera escrito la semana pasada en que sentía que todo fluía y estaba planeando, volando sobre el cielo, como si fuera un experto paracaidista, cuando me ocupaba del libro. Pues la corrección continuaba su curso normal, y no me causaba problema alguno. Todo lo contrario. Más bien placer y una cierta sensación de interés y felicidad.

Volviendo por último, al tema tratado en la entrada anterior, no puedo evitar citar una anécdota que llamó mucho mi atención hace unos días y probablemente desdiga algunas de las reflexiones hechas allí. Dado que si bien es cierto que los escritores podrían ayudarse entre ellos a mejorar sus libros, también lo es que se pueden producir situaciones hilarantes de su contacto. Contaba, por ejemplo, Ian McEwan que al pedirle consejo a Philiph Roth respecto a su primera novela, El jardín de cemento, éste se tomó la tarea muy en serio. Y comenzó a darle indicaciones y sugerencias de todo tipo que el escritor inglés escuchaba obedientemente hasta que se dio cuenta que de seguir al pie de la letra todo lo que el norteamericano le indicaba, su novela corría el peligro de convertirse en una de Roth y no suya.

En cualquier caso, el saber que estos dos escritores comunicaron en algún momento, me parece un hecho agradable que debería encontrarse más extendido. De hecho, me atrevería a sugerir que lo que diferencia a un escritor de otra persona que escribe pero no lo es, tal vez sea que el que el primero duda sobre todo aquello que dice y cómo lo expresa y no así el segundo. ¿Quién sabe? ¿Acaso no esté ahora mismo diciendo otra obviedad conocida por todos? Es posible. Pero lo cierto es que necesito comentarla en voz alta para animarme a continuar en el interior de El jardinero, cuyo trabajo se encuentra en un momento clave ahora mismo, como creo haber dejado entrever ya.

Sobre todo, porque soy de los que piensan que el momento en que un texto todavía se puede corregir, es revisable, pero ya se encuentra mas o menos formado, es muy relevante. Porque la obra todavía puede sufrir una serie de cambios significativos pero, en esencia, ya está construida de manera semejante a como la encontraremos finalmente. Para entendernos, se encuentra en etapa adolescente. Circunstancia que provoca que debamos redoblar nuestros esfuerzos al trabajar sobre ella, ya no tanto para forjar un nuevo ser sino para que el que tenemos ante nosotros, no se desvíe, pierda o se nos vaya por un territorio desconocido, ahora que tan cerca se encuentra de adquirir su aspecto definitivo.

Entiendo, por otra parte, que a muchos les parezca frívolo hablar de dificultades cuando se escribe un libro. Pero lo cierto es que no se me ocurre una palabra más apropiada para definir cierto sentimiento de angustia que me recorre cuando no consigo encontrar la manera de encauzar un trabajo al que dedico muchas horas al día y del que tal vez no reciba más que críticas. A veces, incluso por atreverme a hacerlo. Pues todavía habrá quienes piensen que he de sentirme afortunado simplemente por tener la oportunidad de realizarlo. Postura que respeto pero no comparto. Porque si bien he tenido la suerte de poder escribir ensayos literarios muy bien pagados por la Universidad que me han permitido viajar por decenas de países, también lo es que en momentos como el que atravieso actualmente en que mis ingresos mensuales son tan risibles que ni voy a referirme a ellos, sigo tomándome con la misma seriedad esta actividad que me resisto a llamar trabajo. Con el mismo rigor. Y quién sabe si incluso con más pasión que nunca, hasta el punto de llegar a plantearme el dejarlo todo, absolutamente todo para poder seguir escribiendo y leyendo. Actividades a través de las que inspiro y expiro diariamente, y sin las cuales mi vida perdería, en gran parte, su sentido. Razón por la que normalmente me levanto agradeciendo estar aun aquí. Y cuando subo a la cumbre de una montaña, disfruto más entonando una melodía  que pidiendo no sé qué deseos a los dioses. Dado que, al fin y al cabo, lo que necesito para ser feliz -una cama, el alimento, libros- lo tengo. No mucho más, pero esto sí lo tengo, y eso para mí ya es todo. La base y el sustento para crecer como persona, enraizarme en la tierra y, si fuera posible, -que no siempre lo es- fortalecerme en el amor. Shalam.

            وعاد بِخُفّيْ حُنيْن

Nada rasca mejor tu piel que tu uña

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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