20,000 days on earth no es un documental sino un acto de vampirismo. Un mordisco a la pantalla a través del que un artista, Nick Cave, juega con su mito y la imagen que tienen sus seguidores de él. La bestia australiana realiza durante este ritual lo que le da la gana. Como en sus discos. Tanto es así que pareciera que somos nosotros los protagonistas de un film que la bestia australiana contempla esquivo mientras entona una melodía o escribe algún verso épico en una máquina de escribir antigua.
Con chulería. Como si fuera el puto amo. Así se pasea por este retazo de vida Nick Cave. Sobrado. Jugando a que diferenciemos aquello que es mito de lo que es falso o real y verdadero. Sin temor a la autoparodia ni al chiste malo o a la ironía. Sí, 20,000 days on earthes una marcianada. Pero una de las marcianadas con los pies más en el suelo que se han filmado jamás. Porque Iain Forsyth y Jane Pollard son capaces de capturar momentos de auténtica vida y someterlos a una elegante estilización artística similar al acabado de los discos de este artista del odio. Este ángel ebrio que canta al amor con desprecio y fiereza y a la guerra, la enemistad y al delirio con suavidad y dulzura.
Lo mejor de ser una leyenda viva consiste probablemente en que no existe necesidad de tener que demostrarle nada a nadie. Pues nuestro nombre ya ha trascendido. Hemos vencido a la muerte. Algo que si bien puede provocar complacencia o atrofia creativa también puede conseguir que nos aventuremos por túneles apenas entrevistos y desarrollemos las más intrépidas ideas al máximo. Y esto es lo que ocurre en este documental con maneras de ritual de vampirismo: que a través de monstruosas, geniales ocurrencias, guiños cómplices y conmovedoras performances celebradas en salones decadentistas, Nick Cave nos ofrece un retrato visceral de sí mismo rompiendo las barreras que separan el cine de la realidad y nuestras ideas preconcebidas sobre su arte y personalidad. Dándose el lujo de bailar un vals enfermo durante toda la proyección por medio del que homenajea y cuestiona la idea romántica del arte, el malditismo y la violencia y la rebeldía rockeras.
Nick Cave es una mezcla insólita entre un lagarto y un murciélago. Un tétrico mutante cuya lucidez es absorbente. Y por ello, tengo la impresión de que no importa de qué hablara 20,000 days on earth porque se lo hubiera apropiado con la misma garra y sutileza con las que, por ejemplo, hizo suya la archiconocida «Disco 2000» de Pulp. Además, creo que a Nick Cave le importa una mierda hablar de sí mismo, Praga, el travestismo, las mujeres, el Renacimiento, el alcohol o sus relaciones maritales. Porque, en esencia, su personalidad es tan desbordante, su genio tan abrumador y rutilante que es consciente de que siempre acabará convirtiéndose en el tema esencial de la conversación o la obra. De hecho, lo que, de algún modo, nos sugiere en el transcurso de esta fascinante experiencia cinematográfica es que, ante todo, es un artista perverso. Y que, por tanto, es capaz de transgredir todo tipo de límites y fronteras. Lo mismo puede emocionarnos interpretando canciones que acaso íntimamente deteste u obligarnos a creer que el arte occidental depende hoy en día de aquello que escribe. Los berridos que emite desde su garganta.
Realmente, a tanto llega el grado de fascinación que emite Nick Cave que pareciera haber escrito el Génesis y el Apocalipsis o que el destino del mundo se encontrara en sus manos. Entre sus rugosos y elegantes dedos de pirata, ángel, demonio y asno con los que ha compuesto canciones sobre el principio y el fin de nuestra civilización, su albor y ocaso, que ha interpretado con idéntica voz de lobo. Ese aullido capaz de retirar cada uno de los sellos que separan la tierra del Averno. Shalam
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