Leo en La novela luminosa de Mario Levrero lo siguiente: «Así, llegó el verano; todos los veranos son como una muerte para mí. Me di cuenta de que no conseguiría alquilar nada hasta que el verano se terminara; tampoco hubiera tenido fuerzas para encarar una mudanza. En verano la mente se me desorganiza y me paso todo el tiempo huyendo de mi cuerpo. Por el calor, pero hay algo más que el calor; hay en los veranos algo mortífero, algo que me desespera, que me deprime, que me retuerce los nervios todo el tiempo, uno por uno».
Soy de los que aman el verano pero concuerdo en mucho con las palabras de Levrero por una razón. Los estíos de mi infancia y adolescencia fueron en general hermosos y eso me ha hecho idealizarlos. Y asimismo, me ha llevado a sentirme decepcionado durante los últimos tiempos al comprobar que esos meses antaño gloriosos no son muy distintos actualmente de los restantes del año. De vez en cuando me baño, veo caras distintas a las habituales, procuro protegerme del calor, asisto a dos o tres embrutecedoras reuniones de vecinos y muy poco más puedo añadir. Mi vida continúa igual que siempre. Con las mismas satisfacciones y disgustos. Sin cambios. Lo que en el fondo me provoca tristeza y me hace empatizar con las palabras de Levrero.
En realidad, mi malestar actual con el verano procede de esta idealización. Tal vez también de la necesidad de que el presente reverdezca los añorados tiempos pasados. Y como existe tanta distancia entre lo que deseo y la realidad, no puedo evitar, como el escritor uruguayo, sentirme en cierto sentido deprimido.
Ocurre también que cualquier pequeña visita al médico, viaje de trabajo o contrariedad que durante otra estación del año sería aceptada sin ninguna resistencia, en verano se convierte en una pesada losa. Así está programada tal vez mi mente. Si en otoño o invierno debo apretar los dientes, lo hago sin una sola queja interior. Pero basta que deba salir de las playas para ocuparme de cualquier asunto rutinario para que frunza el ceño. Y no digo ya cuando paseo por los parajes agrestes donde viví experiencias inolvidables y los veo convertidos en inmensos edificios o cuando converso unos minutos con viejos amigos distantes por sus ocupaciones familiares con los que casi preferiría estar enojado para no tener que saludarlos. Puesto que me basta cruzar unas palabras con ellos para irremediablemente entristecerme al comprobar el paso del tiempo. Para certificar que el verano ya no es lo que era y de hecho, probablemente es desde hace varios años la estación más cruel y peligrosa. La que con mayor acritud y violencia va reflejando mi ocaso. Shalam
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