Cuando leo a Camilo José Cela, tengo la impresión de que, en vez de escribir, cocinaba. Que componía sus novelas, cuentos y artículos con la paciencia y tranquilidad con la que, en siglos anteriores, los viejos artesanos trabajaban durante días en recetas de platos tradicionales y con la sabiduría y perspicacia con las que, los domingos y días de fiesta, muchas mujeres mezclaban decenas de ingredientes en gigantescas ollas donde creaban sabrosos guisos de los que disfrutaban los habitantes de los pequeños pueblos.
El lenguaje era para Cela una cocina; una despensa. Podrá gustar más o menos, pero sus frases olían. Poseían sabor a tierra y especias. Tenían la consistencia y fuerza de un buen solomillo. Guardaban la memoria ancestral del mundo telúrico; de esas brujas y espíritus que se escondían en los prados verdes y bosques de su tierra gallega. Algunos de sus textos parecían mejunjes llenos de alimentos bien cocinados extraídos de campos trabajados pacientemente durante milenios por idénticas familias de campesinos y labriegos. Muchas de las expresiones que legó en sus libros llenan tanto como un denso cocido, unas ostras aceitosas o una sopa de fideos y carne. Es necesario darse tiempo para digerirlas. Hay en ocasiones que releerlas para tomar conciencia de su contextura. A veces incluso nos exigen caminar; que leamos un poco y meditemos sobre ellas. Pero, en cualquier caso, siempre me remiten tanto a la realidad como a una historia eterna de la que Cela echaba mano en su escritorio como lo hacían los cocineros con el tomillo, el vinagre, la mayonesa, los huevos frescos y la pimienta en los viejos fogones.
Miguel Delibes era, por el contrario, más directo que Cela. Al fin y al cabo, amaba cazar. Así que, sin despreciar a los ancestros y a la historia, intentaba ser más fiel a la realidad sin necesidad de establecer un pacto con ella. De hecho, sus novelas no son realistas. Son reales. Y lo son con asombrosa naturalidad. Nadie ha usado los sustantivos en la literatura española con la pasmosa sencillez y franqueza frecuentadas por el autor vallisoletano. Las palabras en sus novelas tienen amplia consistencia. Probablemente, eso sí, no poseen la fuerza de la carne de vaca o de la de buey, como ocurre con los textos de Cela, pero sí que gozan de la sabiduría que riega las entrañas de la tierra así como de la calma que procede de la lucidez y la razón. Incluso cuando describe a los locos, (y aún más entonces), Delibes es cabal. Siempre tiene los pies bien plantados. Lo que le permite humanizar y delinear con cierto cariño a los personajes más crueles y excéntricos sin que por ello queden libres de culpa; sin que su faz monstruosa e irracional o autoritaria desaparezca.
Delibes era muy incisivo. Casi un oculista. Indagaba y penetraba en el conformismo. Componía frescos rurales de apariencia ingenua, casi naíf, en los que diseccionaba profundamente a la sociedad franquista y muy posiblemente también intentaba salvaguardar su libertad en medio de páramos de mansedumbre, obediencia y servilismo. Delibes es siempre sencillo. Ahí radica su complejidad; en que huye de la exageración y, entre una palabra de cinco sílabas y otra de dos, siempre opta por la última. Pero eso ni lo hace chabacano ni le resta prestigio o vuelo a su obra. Lo hace más humano. Más cercano. Hasta el punto de que cualquier persona podía vislumbrarse manteniendo una charla con él en su despacho mientras lo escuchaba con toda su atención. Algo que ni por asomo podía pasársele por la cabeza a nadie con Cela. Quien, desde luego, no estaba para las jodiendas del curioso o gracioso de turno.
De todas formas, entiendo que no sería tampoco demasiado errado denominar a Delibes un cocinero. Un cocinero, eso sí, mucho más sencillo. Cela se sentía cómodo entre los grandes fogones, en medio de inmensas comilonas, y Delibes era mucho más sencillo y austero. Me agrada imaginarlo como un soltero que cocina platos sabrosos y livianos que comparte únicamente con sus seres queridos; en pequeños círculos, y en los que no abusa, desde luego, ni de las especias ni de las salsas.
En cualquier caso, ambos, Cela y Delibes, pertenecen ya a otro mundo y época literaria. Esa en la que (además de gracias a las clásicas y sempiternas influencias políticas) los escritores españoles alcanzaban prestigio debido, ante todo, a su trabajo con las palabras. Algo que, hoy en día, sin embargo, creo que se consigue no tanto por un uso mesurado, retorcido, exagerado o astracanesco del lenguaje como a través de la acumulación y, sobre todo, de la elección de referencias. Característica de la que por cierto yo abusé (para bien o para mal) tanto en Martillo como en Bruja. No así en El jardinero. Por lo que ruego que no se consideren mis divagaciones como una crítica sino más bien como una simple reflexión que, a fin de cuentas, incide en un hecho consabido: las distancias que existen entre el mundo moderno (y sus creaciones) y el posmoderno. Un mundo este último que, a día de hoy, literariamente exige citar (sea o no pertinente; venga o no al caso) a determinados autores como W.G. Sebald, Derridá, Deleuze o Walter Benjamin (como décadas atrás, se hacía con Roland Barthes, Lacan, Foucault o Sartre) y otros popes de la cultura moderna para ser tomado en cuenta; hasta el punto de que se diría que, sin realizar constantes alusiones a sus obras, (algo que ni en broma Delibes o Cela hubieran aceptado) los escritores actuales se encuentran destinados a ser considerados excrecencias de la cultura popular o excéntricos. Personajes difíciles de encasillar.
Una circunstancia que, en cualquier caso, viene a incidir en un hecho que creo estar con más o menos acierto sugiriendo: que las palabras y, por consiguiente, nuestros textos han perdido sabor, ya no se digieren, no tienen olor, no remiten al campo ni a comida alguna porque no suelen proceder de encontronazos con la naturaleza o con la cruda realidad sino del contacto con los teclados de la computadora, la pantalla de televisión, el despacho universitario, la redacción de revista, el Congreso o de la lectura de obras que han logrado reconocimiento unánime por la inteligente e interesada utilización que han sabido hacer de las referencias antes citadas y otras muchas de todos conocidas; como es el caso de Zizek, Baudrillard, etc. Todos pensadores extranjeros desconocedores en su mayoría de los secretos de la cocina española; de los misterios que esconde, por ejemplo, una fabada servida en un restaurante del centro de Oviedo o una paella degustada en una playa valenciana. Shalam
andresrosiquemoreno
el septiembre 14, 2020 a las 11:20 pm
1ºimagen: a un lado y debajo del sombrero colocamos a un señor con abrigo y solapas levantadas…..son 5 autores y un censor………………….
2ºimagen: el hombre flan……. con corbatina con icono griego………..
3ºimagen: ¡cuenta las habas tio!…1,2…….7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 27, 43……..(azarias)…….
4ºimagen: un particular retratado en el momento de decirnos: estoy absolutamente en pausa, no se lo que voy a hacer pero se todo lo que he hecho………….»un cocido y una cita»…….»las migas de campanero y viridiana»…..
Jjajajajaj… me río mucho con la imagen cuarta. Y con su cara de no saber lo que voy a hacer pero sé todo lo que he hecho. Respecto a la tercera imagen.. tb me gusta la imagen de las habas. Me remite a la guerra civil. hombre flanjajajja
1ºimagen: a un lado y debajo del sombrero colocamos a un señor con abrigo y solapas levantadas…..son 5 autores y un censor………………….
2ºimagen: el hombre flan……. con corbatina con icono griego………..
3ºimagen: ¡cuenta las habas tio!…1,2…….7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 27, 43……..(azarias)…….
4ºimagen: un particular retratado en el momento de decirnos: estoy absolutamente en pausa, no se lo que voy a hacer pero se todo lo que he hecho………….»un cocido y una cita»…….»las migas de campanero y viridiana»…..
Jjajajajaj… me río mucho con la imagen cuarta. Y con su cara de no saber lo que voy a hacer pero sé todo lo que he hecho. Respecto a la tercera imagen.. tb me gusta la imagen de las habas. Me remite a la guerra civil. hombre flanjajajja