Me gustaría invitar a un té a cada persona que leyera una entrada de este blog. Poder dialogar con ella tranquilamente, sentados ambos en una alfombra en el interior de una tienda, o hacerlo mientras caminamos a través del desierto, tomándonos el tiempo que necesitemos para descansar, contemplar un paisaje o tratar un tema personal. Los viajes suelen ser buenas excusas para esto. Muchos de ellos se convierten en el espacio ideal para arreglar cuentas con uno mismo. Así ocurrió al menos con el primero que yo hice a Marruecos, que no solo me sirvió para insuflarme fuerzas sino para que volviera a atreverme a saborear sin miedos la vida. Estaba yo por entonces atravesando una crisis fatal. Tan grande que apenas podía leer un escritor que no fuera Thomas Bernhard. Pues únicamente el austriaco, gracias a sus intensas frases, me sacaba de mi autismo, la incertidumbre con que vivía por entonces cada momento. Y ahora que lo recuerdo, también un disco, el ácido, triste y hermoso knock knock del gran Bill Calaham, conseguía que pudiera centrarme en algo diferente a mi dolor y mirar al horizonte de cara sin lágrimas en los ojos, atento a los meandros y recodos del camino. Sonriendo, sí, sonriendo.
Aquel viaje fue maravilloso. Llegué renovado. Visitar Tanger, Marrackech, el desierto de Merzouga me volvió a conectar con la vida. Disfrutar con su ritmo febril y caótico. Me recuerdo bailando compulsivamente junto a unos bailarines árabes sobre la tarima de un bar mientras el público, sorprendido, miraba y aplaudía a aquel español loco aparecido de ninguna parte. También una noche cantando una especie de mantras magrebíes en una cabaña en el desierto, o pegando unas patadas al balón, corriendo y sudando detrás de unos habilidosos niños en el pueblo, Quarzazate, donde Bertolucci rodó tal vez su última película realmente interesante, El cielo protector.
Poco a poco, iré contando sucesos de aquel viaje, o de los motivos por los que me encontraba abatido. Habrá tiempo para ello. Ya digo que me gustaría que en este blog no hubiera prisas. Aclaro que aprecio la intensidad pero no así la velocidad. Nunca me ha gustado abusar del acelerador en los coches. Y si por mí fuera, los únicos medios de transporte permitidos serían el tren y el barco. Desde luego, el Ave nunca se hubiera construido. Y no creo que sintiera tristeza si, por alguna razón, ya no pudiéramos viajar en avión. Me gustan los lienzos en os que se contempla a gente humilde labrando la tierra. Esos caines a quienes no mira nadie. Las descripciones que realiza Thomas Hardy de los labradores. Y también ciertos lienzos de Robert Duncan. Probablemente porque mi padre, además de profesor, fue agricultor. Un hombre preocupado por la cosecha. En contacto con la tierra. Acostumbrado al sudor de quienes se agachan para recoger los frutos que luego comeremos y a plantar las semillas de las que emergerán esos alimentos.
Aclaro que estoy un tanto cansado del mundo moderno, y que me gustaría invitar a cada uno de los lectores de este blog a intercambiar impresiones sobre cada uno de los temas tratados con calma. Dejarme llevar por sus opiniones como ellos se contagian por las mías, y tener la posibilidad de modificarlas en el tránsito hacia cualquier parte que son espacios como este. Solo así es que entiendo la vida y la conversación: como un dialogo que muta constantemente, en el que solo existe una regla, la afabilidad, y en el transcurso del cual, es conveniente respirar profundamente antes de hablar. Básicamente, porque entiendo que el que alguien tenga una opinión diferente que la nuestra sobre un tema no es en absoluto trágico ni dramático. Al contrario, debería ser motivo de alegría o celebración. Pues sólo así, es que fluimos con el mundo y permitimos que tenga lugar la conversación múltiple.
Digo esto porque en las próximas entradas iré expresando mi opinión sobre ciertos artistas -Godard, Motley Crue, Juan Román Riquelme, Primal Scream, Mario Bellatin o Joseph Beuys- que ciertas personas tienen en un altar y otras detestan. Y me gustaría que quedara claro esto. Que yo solo transmito sensaciones, visiones, opiniones más o menos equivocadas sobre un tema que me atrae o interesa por determinadas razones, y poco más. Las palabras, sí, quedan fijadas en el papel pero el ritmo de la escritura que pretendo construir no tendría que conferirles por ello más peso que si fueran dichas, de refilón, en una conversación oral.
En verdad, uno de los aspectos que me seduce más de este nuevo proyecto es que hay cierta libertad en el blog que no encuentro muy a menudo en el género escrito. Cada vez que me pongo a escribir aquí siento que hablo. A veces incluso que rezo. Y esto me da paz. Amansa mi alma. Porque no me siento presionado como cuando escribo un artículo, un ensayo o un texto oficial.
De hecho, creo estar dialogando con alguien tranquilamente, sentados ambos en una alfombra en el interior de una tienda, caminando a través del desierto, tomándonos el tiempo que necesitamos para descansar, contemplar un paisaje o tratar un tema personal. Y me parece, asimismo, que me encuentro en un espacio único y maravilloso. Una tetería decorada con varias ilustraciones del libro Las 1001 noches y enigmáticas y hermosas sílabas escritas en árabe por las paredes. En una de las cuales hay colgado un espejo, con motivos damasquinos, de media luna, que contemplo extasiado. Porque al mirarlo, frecuentemente aparece el rostro de una bella mujer, tal vez la más bella que jamás vi, pronunciando unas palabras en idioma desconocido. Versos sagrados que rocían de felicidad mi alma, al igual que los recuerdos de aquel primer viaje a Marruecos: el encantador de serpientes que en el zócalo de Marrrakech salió corriendo detrás de mí al verme imitando todos sus gestos, ese amanecer en el desierto en que sentía que cielo y tierra se unían y eran uno solo, o las primeras risas que me eché en mucho tiempo allí por el Alto Atlas cuando, encontrándome tumbado tras haber disfrutado de un Cous Cous de verduras y una sabrosa bastela de leche, una oveja que transitoriamente se había separado del rebaño, se me acercó y comenzó a lamerme el rostro. Queriendo decirme acaso que yo era también un hijo de dios, del viento y de la vida. Shalam
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