Fiodor Dostoievski. El lobo literario. El chacal. El espectro crístico. Hoy he vuelto a releer a uno de sus libros, Memorias del subsuelo, y de nuevo he tenido la sensación de encontrarme ante algo sobrenatural. Una escritura que acaba con el tiempo. Pero no porque lo niegue sino porque al sumergirnos hasta el vórtice más profundo de la conciencia del individuo, los pensamientos y sufrimientos personales terminan por imponerse a cualquiera de las reglas y ritmos de la vida cotidiana. Son mucho más importantes que las horas y segundos que van transcurriendo sin importancia alguna en comparación con las batallas que sufren caracteres que se encuentran en el justo límite que separa la locura de la normalidad.
Los personajes de Dostoievsky acostumbran a ser delirantes obsesivos, asfixiantes neuróticos, irritables melancólicos entre cuyos recurrentes pensamientos se siente el dolor que produce en el alma humana la llegada del industrialismo. El mal moderno. La tecnificación o la socialización colectiva. De hecho, muchos de ellos, como es el caso del iracundo protagonista de las Memorias, más que hombres parecen zorros. Animales con miedo a ser cazados que se revuelven y ladran como perros antes de perderse en el anonimato, la soledad más atroz. Perecer en un imperio lleno de pretensiones gigantescas, la Rusia del siglo XIX, escindido entre su atracción por lo europeo y sus raíces eslavas donde la soledad y el desarraigo imperaban, el hombre común no importaba y la abolición de la esclavitud no había supuesto en principio una gran mejora social. Al contrario, había poblado los campos de harapientos, arruinado a muchos nobles y llenado las ciudades de masas de desheredados que se hacinaban en malas condiciones alrededor de barrios donde imperaba el crimen, el robo o la violencia. Cloacas infernales donde se creaban las condiciones adecuadas para el surgimiento de los antihéroes del escritor ruso. Hombres por lo general amamantados en la desgracia y la injusticia en cuyos corazones se libraba una batalla mordiente entre el bien y el mal y se ponían a prueba todas y cada una de las doctrinas y enseñanzas morales de los Evangelios. Porque la mayoría de ellos desafiaban las palabras de Cristo y las conducían a su límite para probar hasta qué punto eran valiosas y auténticas o se perdían entre las tinieblas de la corrupción y la corrosión.
Ciertamente, el comportamiento de los personajes de Dostoievsky muestra el exacto momento en el que el ateísmo dejó de ser un desafío a dios y se convirtió, como el libertinaje, en una necesidad. Una metralleta a la que asirse y castigar al creador por haber permitido la injusticia y la indolencia. Un refugio para anestesiar el dolor de la conciencia. La radical ausencia de amor fraternal sobre la que se estaban fundado y construyendo las sociedades modernas. Y por ello, su lectura es siempre parecida a una salvaje alucinación. Una obligación moral realizada en nombre de la libertad. Shalam
ربّ اغْفِر لي وحْدي
Un hombre no vaga lejos de donde se está asando su maíz
0 comentarios