Han pasado más de 20 de años desde que Spiderland fuera grabado pero hoy suena incluso más actual y vigente que en los años 90. Es un disco que sintoniza perfectamente con la sensibilidad de estos tiempos. Una época dura en la que los ciudadanos viven con furia contenida el discurrir de los acontecimientos y se encuentran sometidos a una esquizofrénica descarga de impulsos que los someten y maniatan al tiempo que prometen liberarlos. Seguramente porque, a pesar de su aspecto de roca engrasada que no se detiene en su ascenso y descenso por las montañas, Spiderland es una obra sumamente emocional y sensitiva. Expresa el paisaje interior de una civilización no antes ni después de la batalla sino cuando la misma se está produciendo. En el justo momento en que fuerzas de todo tipo entran en colisión afectando el alma de un individuo que se repliega hacia dentro y emite un grito ahogado que apenas escuchan quienes se encuentran alrededor.
Conocí Spiderland durante un viaje por Túnez a fines del pasado siglo. Un amigo español que me recibió con agrado en la capital del país árabe, me lo dio a conocer y lo escuché innumerables veces en unos destartalados walkman en el transcurso de una delirante travesía en solitario que me condujo hacia el desierto. Debo reconocer que en las primeras escuchas no sentí nada demasiado especial. Creí que el discurrir parsimonioso de las 6 canciones que lo componían, reflejaba como en el caso de otros tantos discos de hardcore o post-rock el círculo sin salida de la sociedad industrial. El ruido de los edificios construyéndose y un paisaje repleto de estructuras de hormigón a medio hacer y grúas y camiones con sacos de cemento adentrándose en ominosos espacios repletos de vidrios, puertas de acero y electrodomésticos descuartizados. Pero en un momento determinado, mientras cruzaba al anochecer una ciudad fantasma en un vehículo compartido junto a varios árabes, sentí la famélica voz de Brian McMahan introduciéndose en mis venas y mezclándose con mis miedos, aspiraciones e inquietud, y desde entonces, Spiderland se convirtió en un disco especial. Una obra que siempre trataba de escuchar en situaciones límite, cuando mi mente se deslindaba y torcía y necesitaba de una buena dosis de dopamina para vigorizarla. O bien cuando necesitaba animarme para visitar un paisaje extraño o introducirme en las aguas a altas horas de la madrugada. Porque no había nada más arriesgado y esquizoide a la vez que consistente que este disco: un viaje a las entrañas de un animal que rugía sin descanso. Un pedazo de lluvia negra. Un foso de brumas desapareciendo en el horizonte y mezclándose con la niebla sobre el fondo de un paisaje nevado. Un poema leído por un monstruo sobre una colina mientras cientos de almas elevaban su voz desde el purgatorio gritando hasta desfallecer. Exigiendo ser rescatadas de un mundo en total descomposición, inhumano y condenado a la extinción, ajeno a sus ruegos y súplicas.
Spiderland, sí, haciendo honor a su nombre, es un recorrido por una casa de arañas. Un tejido poroso formado por guitarras y destructivos redobles de batería que envuelven al oyente en un mar revuelto donde apenas hay suaves brisas y los momentos calmos brillan por su excepción. Aparecen, sí, son muchos, y se dejan notar, -es en definitiva gracias a ellos que el ambiente se hace soportable y casi que respirable- pero más como una pausa necesaria en este frenético y angustioso recorrido hacia el centro de un agujero negro que como un fin en sí mismo. Probablemente porque sin pretenderlo ni desearlo ni ser conscientes de ello, Slint compusieron la banda sonora de esta era. Dinamitaron las Torres Gemelas desde dentro antes de que estallaran el 11-S y escarbaron en la selva de la rebeldía buscando nuevos territorios donde el ser humano pudiera regodearse en libertad ante el terremoto, cataclismo tecnológico y económico que venía en camino.
Por todo ello, sí, Spiderland es una bala arrojada al tiempo cuyos alcances todavía están por definir. Una partitura sonora libérrima y aleatoria que sirve tanto para poner un fondo musical a un film de terror o un imprevisto pase insonoro de L’Atalante de Jean Vigo como para rememorar el suicidio de Kurt Cobain y con él, el de toda la sociedad occidental. Es un rumor perdido en el tiempo, una intensa noche sin dormir que nos anuncia que el amanecer de la humanidad aún se encuentra lejano. Tan lejano que tal vez no llegue nunca puesto que, probablemente, como sugiriera Joseph Conrad y deja entrever ese enigmático poema, (incontestable revisión de La balada del viejo marinero de Samuel Taylor Coleridge), con el que termina el disco, «Good morning, Captain», nos encontramos aún en el corazón de las tinieblas. En el centro mismo del corazón, maremoto y torbellino que forman la tinieblas al rugir. Shalam
عِنْد الشدائِد يُعْرف الإخْوان
Las tumbas se abren a cada instante y se cierran para siempre
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