Era inevitable que acabara escribiendo un blog. Se me ocurre que un escritor es alguien que desea que sus diarios se hagan públicos cuando muera. Al menos hasta hace poco. Antes de Internet. Porque tal vez, hoy en día, un escritor es aquel que desea que se lean sus diarios mientras muere. O vive. Algo que, en el fondo, viene a ser lo mismo. Siempre que últimamente se habla de diarios aparecen Franz Kafka o Robert Walser. A ambos se los cita como ejemplo de escritura de la desaparición, del vacío y del no. Pero realmente, no me apetece ir hoy por este camino. Es cierto que mi primer libro que, en varios años, reescribiré, corregiré y confío en publicar, se llamaba así: No. Y que debería resultarme interesante retomar este tema. Pero sucede que, durante estos últimos años, se ha hablado tanto del mismo, se le han dado tantas vueltas, que no tengo fuerzas para retomarlo de nuevo. Ha acabado siendo insoportable. Hasta el punto de que he bautizado a aquella primera novela con un nuevo título, El escritor imposible, que aunque no me convence del todo, por lo menos me permite olvidarme de los debates sobre la escritura del no cuando pienso en ella.
El tema de aquel lejano texto era curioso. Un escritor se encierra en una habitación, separado del mundo, con la intención de escribir un libro sin utilizar el lenguaje. El argumento se me ocurrió cuando, por recomendación de Paul Auster, leí la novela Hambre de Knut Hamsum. El personaje del libro, Widel-Jarlsberg, como el artista del hambre kafkiano ya no se alimentaba apenas de otra cosa que no fueran palabras. La idea de aquel hombre recorriendo las calles de la ciudad de Christiania, hambriento, y sin lugar en que caerse muerto, era muy fácil de conectar con la primera historia de La trilogía de Nueva York. Los personajes de los textos que más me gustaban entonces perdían el sentido de la realidad, no tenían un significante claro al que agarrarse, carecían de raíces y sostenes y parecían levitar en el aire. Un poco así me encontraba yo tras haber terminado la licenciatura en Letras. Sabía que quería ser escritor. Desde siempre, diría yo. Tanto en mi infancia como en mi adolescencia. Pero no me atrevía a dar los pasos necesarios para hacerlo. Sentía que el mejor libro era el no escrito, que las historias que llevaba dentro eran incomprensibles, y que su gran mérito radicaba en que eran imposibles de ser dichas, contadas, de tal intensidad que poseían. Algo así, entiendo, debía de ocurrirle a Jack Torrance en aquel libro de Stephen King llamado El resplandor que no he tenido la fortuna de leer.
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