¡Mea culpa! Hace unos días me equivoqué en avería. Comenté que no se había traducido ningún libro de Philippe Muray al español. Pero no es cierto. Jaime Mora Aragón (¡Muchas gracias!) me comenta que la editorial del Arzobispado de Granada tradujo dos de sus libros: El imperio del bien y Queridos yihadistas. Lo hicieron concretamente Sebastián Montiel y Elena María Blancas. El primero parece estar descatalogado (no estoy seguro) pero el segundo sí se puede adquirir con facilidad.
En fin. No es este el único error que he cometido en los últimos tiempos. Hace unos días estaba revisando la reseña de Fernando Tanxencias sobre el último álbum de The Rolling Stones y tomé conciencia de la importancia del productor Andrew Watt en el disco en comparación con la de Don Was (mínima en este caso). ¡Joder! ¿Cómo no me di cuenta? Por lo que sea, en mi avería comentaba Hackney Diamonds dándole enormes galones a Was. ¿Cómo estaría mi cabeza?
Obviamente, he modificado ambos averías aportando estos datos. En fin. Supongo que habré cometido más errores en los últimos tiempos. Lo único que se me ocurre para excusarme es que, en mi caso, el virus de la escritura y el del rock van de la mano. Crecí leyendo los NomeJudas de César Martín. Y precisamente, si este carismático drugo se caracteriza por algo, es por la pasión. Una pasión que le ha hecho cometer decenas de errores que a los que lo leemos nos dan absolutamente igual. Ponían sal y pimienta a sus escritos. Tampoco Paul Westerberg entonaba siempre bien los temas o daba con el acorde preciso de guitarra y era eso precisamente lo que lo hacía real, auténtico.
Dicho esto, obviamente intentaré que no se repita. Difícil lo veo, pero lo intentaré.
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Deseo aclarar también que el motivo por el que no he realizado todavía los dos o tres averías sobre Rush que prometí no es otro que la biografía de Geddy Lee.
Cuando iba a escribirlos, me enteré precisamente por César Martín que el célebre músico había publicado un libro contando sus andanzas y, bueno, creo que hasta que no las termine, no escribiré nada. Aunque, a decir verdad, Rush me parecen una banda tan especial que siento que nada de lo que dijera estaría a su altura. No sería más que un rumor. Una vaga resonancia en la trayectoria de un grupo que transformó el rock progresivo en una dinamo espacial, lo convirtió en otra cosa todavía por definir.
Me atrevería a decir que Rush inventó un estilo. El estilo Rush. Inimitable.
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No es exactamente una biografía musical pero se le parece. Hace poco comencé a leer La historia oral de Swans. Un libro que promete grandeza. Llevo no más que unas cuantas páginas. Así que no puedo decir mucho. De momento, no descubren nada que no sepan los fans de la banda. Pero sí dejan claro el infierno que fue la infancia de Gira. Michael (también su hermano) relata la destrucción del matrimonio de sus padres. La deriva alcohólica de su madre. Su desorientación, su malestar. Su temprana adicción a las drogas. La soledad. La huida con su progenitor hacia otra ciudad.
Los primeros testimonios corroboran la impresión que siempre he tenido al escuchar a Gira. Que los discos de Swans eran los de un condenado a muerte. Que allí había alguien torturado que no podía escapar de un destino. Que convertirse en músico le había librado del suicidio, de los infiernos.
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Estoy terminando Vivir abajo de Gustavo Faverón. Lo compré hace cuatro años pero lo estoy concluyendo ahora. Justo cuando se publica su nueva novela: Minimosca.
Hay algo que me impresiona en Vivir. La vastedad de la novela. Su brutalidad. La sana voluntad de Faverón de crear algo grande. Poco a poco, el libro va llenando todos los vacíos que había ido dejando. Pero aún así, creo que la grandeza del libro radica en que podría acabar con la primera historia, con el tipo con barriga y gorra disparando, y causaría fascinación.
Ya hablaré si lo veo necesario en avería de la novela. Una de esas obras hispanoamericanas que reflejan la enorme llaga de dolor, violencia y desconsuelo del continente. El laberinto barroco de la locura y de la enfermedad. Pero lo hace de manera tan vertiginosa, tan alucinatoria, tan febril que, por momentos, pareciera ser un fresco a mitad de camino del Bosco y Alicia en el país de las maravillas. Un fresco, eso sí, enfermo, malsano, lleno de renglones torcidos, de sombras enhiestas.
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También estoy a medio leer otra biografía de un rockero. En este caso, la de Rob Halford. Voy actualmente por la mitad. La prosa de Halford (o de su negro) es muy directa. En realidad, parece que te estás tomando una copa junto a él y que más que un rockstar, Halford es el colega de sus fans. Resulta difícil no empatizar con Rob. No sólo por todas las correrías que tuvo que atravesar debido a su homosexualidad sino porque parece un tipo sencillo, con un enorme talento, eso sí, que siempre tuvo los pies en el suelo.
Tengo ganas de llegar a su relato de los años de Turbo y Priest live. Época en la que Judas llegaron a convertirse al fin en grandiosas estrellas. Más que nada porque quiero ver cómo experimentó esos años Halford. También, claro, me interesa su opinión sobre lo que supuso el ascenso del grunge para su banda. Toda esa etapa en la que los dioses de metal fueron desplazados del primer foco por los guerreros de Seattle y los invasores del techno.
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He comenzado también el libro de David Smay sobre Swordfishtormbones. De momento, lo estoy disfrutando mucho. Hay algo que me gusta desde la portada. Que separe las palabras que componen el título: sword, fish, trombones.
Creo que eso da la idea de lo que logró Waits en esa caldera infernal. Unir elementos disímiles, (espada, pez y trombones), jugar con la confusión para crear algo diferente, una olla sonora parecida a un circo o a una caja china en la que los teclados hacían la función de guitarra y la voz parecía una batería. Un auténtico exordio musical que sacó a Waits del mundo del rock para conducirlo al del arte y, al mismo tiempo, lo igualó a los buleros de la calle y a los magos de cabaret. Shalam
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