Mi nochevieja en la República Dominicana terminó en una casa-bar de una diabólica estética kitsch con reminiscencias a las películas de Almodóvar, David Lynch y la santería, donde un dominicano vestido con un traje cuyo aspecto condensaba la agresividad de Toni Montana y la sensualidad caribeña, repetía una y otra vez como si fuera un loro: «Mi nombre es Alegría. Mi nombre es Alegría. Y es Alegría porque Dios se puso contento cuando nací».
Al terminar su monólogo, me miró fijamente y me dijo que percibía claramente que yo tenía un muy buen swing. Y a continuación, abrió una y otra vez sus brazos señalándome el tamaño de las lonchas de cocaína que tendría el placer de probar si me decidía a irme con él y su hermanita -una prostituta en ropa interior- al baño. A él, sin dudas, yo le gustaba. Me dijo que tenía la certeza de que no era un mamahuevos porque los españoles somos firmes y seguros, gente fuerte, resistente y sin complejos. Podía jurarlo debido a que había tenido una novia española. Una muchacha -no sabía bien si de Cantabria o Valencia- con la que había durado un día. Shalam
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