Desde hace varias décadas, España es culturalmente una colonia de EUA. Cualquier corriente que brote de allí -no importa su calidad- acabará reproduciéndose con mayor o menor talento aquí. Tanto es así que yo en concreto asocio la palabra trauma y delirio más con la guerra de Vietnam que con la civil española. Pues desde pequeño me vi sometido a un bombardeo indiscriminado de revistas, películas, cómics y canciones relacionadas con este conflicto, mientras el experimentado por nuestros abuelos en nuestro propio territorio, permanecía silenciado. En una elipsis total. No obstante, a pesar de haber consumido todo tipo de parafernalia sobre ese devastador entuerto, debo reconocer que nunca había terminado de comprenderlo. Varias preguntas resonaban hasta ahora en mi cerebro: ¿Por qué exactamente la perdió Estados Unidos? ¿Cómo fue posible la construcción de un ejército tan aguerrido como el Vietcong? ¿Quién fue Ho Chi Minh? ¿Cómo sobrellevaron los vietnamitas del sur su convivencia con los soldados norteamericanos? ¿Cuándo y por qué exactamente comenzó esta locura? ¿Cuál fue la última batalla? ¿Por qué ni John F. Kennedy, ni Lyndon B. Johnson ni Richard Nixon decidieron en principio detener el conflicto?
En este sentido, ha sido realmente balsámico visualizar el impresionante documental de Ken Burns y Lynn Novick. Una verdadera biblia instructiva sobre aquella guerra que convirtió el sonido de las metralletas y hélices de helicópteros en cotidiano y el acto de recoger cadáveres de hombres mutilados en tan común como sembrar arroz. Una soberana lección de historia capaz de profundizar en los puntos y aristas más peliagudos de aquella demencial batalla y mantenerse neutral.
La guerra del Vietnam es una obra de arte reposada, obsesiva, sesuda y pormenorizada que nos hace comprender al fin todas las aristas del suceso que convirtió el país asiático en un inmenso barrizal sangriento. De hecho, afortunadamente, no empieza in media res sino en el siglo XIX, con la colonización francesa de Indochina, y, poco a poco, va trazando una línea que nos permite entender cómo la lucha entre Vietnam del sur y Vietnam del norte se convirtió en simbólica y central dentro de la Guerra Fría. Casi una cuestión de orgullo para el bloque capitalista que deparó pérdidas irreparables para ambas partes y finalizó con un inmenso sentimiento de desamparo e irrealidad. Una frustración inmensa cuya herida aún aúlla sin freno en el alma de cientos de miles de norteamericanos y vietnamitas.
Realmente, el documental es apabullante. Cada capítulo es un mundo tanto por su larga duración como su pulso analítico y el material empleado: testimonios de combatientes norvietnamitas, marines y pacifistas se mezclan con material nunca visto rodado en Super 8 por soldados supervivientes, noticiarios de la época y fotografías que prácticamente cobran vida frente al espectador gracias al famoso efecto Burns. En realidad, prácticamente nada es dejado de lado -desde las diferencias entre las armas de ambos bandos, la importancia de los helicopteros, los efectos psicológicos sufridos por los supervivientes, las vivencias de los prisioneros de guerra y las conversaciones de los distintos presidentes- en esta heroica producción con un presupuesto tan abundante como para que sus hacedores pudieran contratar a Peter Coyote como narrador, comprar los derechos de las icónicas canciones de Bob Dylan, Jimi Hendrix o Rolling Stones de esa época y además, lograr que Trent Reznor y Atticus Ross realizaran una banda sonora aislacionista, leve, tensa y punzante que rememora psicóticamente la paranoia de aquel demencial suceso.
Hay muchos testimonios estremecedores que nunca podré olvidar. Por ahí aparecen por ejemplo Tim O’brien ofreciendo francas revelaciones sobre la raíz de su literatura o familiares de los fallecidos hablando de su dolor con franqueza. Y desde luego, no puedo evitar sobrecogerme al pensar que mientras miles de jóvenes celebraban la llegada de la era de Acuario en Woodstock, había otros tantos siendo sacrificados como conejos a cuchillo en emboscadas salvajes o al pensar en la inmensa capacidad de resistencia y organización del pueblo norvietnamita. Aunque si tuviera que destacar algunas imágenes en concreto serían aquellas que nunca había visto de una manera u otra ser emuladas en el cine. Me refiero en concreto a las de miles de survietnamitas subidos en balsas y botes de mar huyendo desesperadamente antes de la invasión final de Saigón o a las de los últimos militares norteamericanos afinados en el techo de un edificio gubernamental esperando a un helicóptero que los llevara de vuelta a casa. Imágenes que dan la medida del delirio allí vivido. Permiten entender de un vistazo las razones por las que el regreso de los combatientes a los respectivos estados de Norteamérica fue tan oneroso y traumático así como el ascenso del consumo de heroína y narcóticos durante la presidencia de Gerald Ford. Además de, claro, las razones de ese ambiente depresivo y sucio retratado entre otros filmes en Taxi Driver que acabó por mandar a tomar por culo al rock sinfónico y convertir a miles de jóvenes al credo nihilista y punk ante el vejatorio tropiezo del dios capitalista; el coloso herido. Shalam
Dentro de unas semanas, impartiré una charla en una Universidad de Estados Unidos, invitado por una amiga entrañable, Beatriz Strumpf, a la que tuve...
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