Amador Blaya era un hombre tranquilo y sencillo, con ciertos aires de campechana sabiduría, que cada vez que se ponía delante de un micrófono se transformaba en un lobo. Amador era más negro que el más oscuro de los negros. Un señor que cayó de pequeño en la misma marmita que Louis Amstromg. Un cronopio del rock. Un perro del soul que estoy seguro de que hubiera provocado mas de una sonrisa de placer y asentimiento en los pioneros del blues si lo hubieran visto moverse en un escenario. Motivos por los que, obviamente, desde mi adolescencia, lo reverencié. Como le dije hace unos meses, no sé si en mi vida fueron antes Aretha Franklin, James Brown, Sam Cooke o él pero probablemente, no comprendí a los primeros, hasta que asistí a varias de sus actuaciones. O mejor dicho, rituales. Aunque, siendo exactos, más que comprender a estos músicos, diría que gracias a Amador, los hice míos.
Es difícil transmitir el vendaval que era Amador en un escenario. Cada vez que asistía a un concierto de Ferroblues y lo veía bebiendo un trago de alcohol, soltando gritos y moviéndose como un un barril de vino en combustión, no podía yo hacer otra cosa que saltar incrédulo ante lo que estaban contemplando mis ojos. ¿Era eso Cartagena? ¿Dónde mierda estábamos? Supongo que el diablo no tendría dudas: en el puto culo del soul y del rhythm and blues. Bajo un cielo lleno de nubes en las que se encontraba grabada la silueta de Scream Jay Hawkins. ¡Arrghhh! Recuerdo ahora con una sonrisa de felicidad los shows dados por Ferroblues en la sala Arlequin. Amador estaba poseído. Cantaba como si dentro de su cuerpo corriera libre el espíritu de Al Green, Ornette Coleman, Charlie Parker o Curtis Mayfield, se olía a sexo por todos los rincones y parecía que, en cualquier momento, el techo del local se iba a caer y del suelo iban a surgir una pandilla de actores de la blaxploitation. ¡Una verdadera locura!
Amador era el monstruo de las galletas del rock español. Parecía vivir dentro de un cuento de Julio Cortázar y no haber nacido más que para cantar. Lo demás en su existencia era absolutamente accesorio. Exactamente, Amador era el grito airado de dios diciendo eso de «danzad, danzad malditos». Era un músico con la capacidad de hacernos tomar conciencia, con sólo un sarpullido de su voz, de que a esta vida se venía a bailar. De que el mundo podía ser una discoteca, una gigantesca cocina musical que no merecía la pena ser disfrutada, si no sabíamos danzar.
Amador era, sí, un hombre incapaz de adaptarse a la vida normal y sin un sentido práctico de la existencia. Era la prueba viviente de que que todavía hoy, en plena era de la sumisión (o globalización) y en una sociedad empeñada en imitar a los dibujos del Roto, es posible ser libre. Y aún existen seres que se niegan, aun a costa de ser excluidos o incomprendidos, a negociar con el poder. En realidad, un solo quejido de Amador valía por discografías enteras de muchos grupos de rock español. Porque él tenía algo indescriptible. Eso que no se enseña en ninguna escuela. Tenía el ritmo en sus venas. Su sola presencia hacía recordar instantáneamente los cánticos de negros en las plantaciones de América. Y sus movimientos conseguían que aparecieran ante nosotros las efigies de muchos de los iconos y momentos más importantes de la historia del rock: los cuerpos de Lisa Bonet y Mickey Rourke levitando desnudos sobre una cama ensangrentada en El corazón del ángel. James Brown moviendo alocadamente su entrepierna entre gritos de mujeres medio desnudas. Sam Cooke y Sammi Davis Jr comiéndose el micrófono a mordiscos. Muhammad Ali dejando KO a un contrincante con un gancho de izquierda. O los gestos de Tarantino al pedirle a Samuel L. Jackon durante el rodaje de Pulp Fiction que dialogara con Travolta como si estuviera comiendo una hamburguesa, follando o enchufándose una raya de cocaína.
Lo diré fuerte y claro y con voz de soulmen, Amador Blaya ha fallecido. Se ha ido de este mundo. Pero eso no es una desgracia. Es un orgullo. Un privilegio. Porque morirse sólo se mueren los grandes. Los demás ya están o estaban muertos. En fin. No sé qué más puedo decir distinto a esto: «Hasta siempre Amador. Dios te envuelva en negras nubes de donde broten chorros de voz de Aretha Franklin y movimientos de cadera a lo James Brown. Tu leyenda acaba de comenzar». Shalam
ما حكّ جْلْْْْْدك مثل ظْفرك
El sepulcro encierra dos corazones en un mismo ataúd
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